martes, 13 de septiembre de 2011

Soberbia VI

-VI-

Como doña Beatriz y su padre seguían en Santo Domingo de Silos, Elvira podía permitirse ir a su casa más veces de lo habitual. Nativa de allí, había conseguido crear una familia con su cónyuge, Roque, y muy al contrario que otras muchas parejas en aquellos tiempos, ellos dos se amaban, lo habían hecho desde que eran niños y jugaban a la orilla del río Mataviejas.

¡Ah, la infancia! La suya había sido agradable, no podía quejarse. Su padre, recientemente fallecido, era comerciante, hacía de intermediario entre los mineros de hierro y los muchos herreros con quienes trataba, quedándose él una buena parte de los beneficios. Su madre, en paz descanse también, contribuía también con mucho dinero haciendo de cambista en nombre de su marido, de modo que, cuando se casó con Roque, tuvo hasta cinco mil maravedís de dote, algo que muy pocas mujeres podían decir.

Por suerte para ella, sus padres aún llegaron a ver cómo se casaba dos años atrás, a los quince. Don Pelayo, con quien su padre siempre había tenido tratos favorables, se apiadó de ella cuando quedó huérfana y, con el permiso de Roque, le ofreció asistir a su hija como doncella hasta que se casara Beatriz.

Y así había conseguido llegar hasta donde estaba: el hospicio de Santo Domingo de Silos.

Doña Beatriz se encontraba ya en los últimos días del periodo, aun así, seguía sangrando profusamente y su piel iba volviéndose cada vez más y más pálida. Al principio dejó de jugar con sus muñecas, pero a esas alturas ya apenas hacía esfuerzos por comer. Ni los ánimos de sus tres doncellas eran capaces de levantarla de la cama, donde no paraba de mirar al techo y murmurar “Me estoy muriendo, lo sé”.

Mientras tanto, don Pelayo poco había asistido a su hija, estaba demasiado ocupado con sus camaradas de la Orden. Tan solo había llamado a dos médicos judíos para que inspeccionaran a su hija.

Y allí estaban los dos, acompañados por las discretas y silenciosas doncellas. Miraban a Beatriz como quien mira un trozo de carne pasada e intenta ver qué partes debería cortar para poder comer aún de él. Los judíos, con sus barbas rizadas y aquellos ridículos sombreritos, no le inspiraban nada de confianza a Elvira.

- Está débil, de eso no hay duda.- decía el uno.

- Tiene un desarreglo en los humores.- respondía el otro.

La miraban por todos lados alrededor de la cama, le observaban los ojos, el interior de las orejas e, incluso, le levantaban una mano para dejarla caer y ver si tenía fuerza.

- ¿Quieres comer algo?

Beatriz negó suavemente con la cabeza.

- ¿Y estos dedos?- el médico levantó dos dedos de una mano y empezó a moverlos ante sus ojos- ¿Puedes seguirlos?

La niña los cerró, cansada, y ni se dignó en contestar.

Los judíos se miraron y no necesitaron hablar.

- El diagnóstico es claro. Doña Beatriz sufre un exceso de bilis negra.

- ¿Eso qué es?- preguntó Elvira con interés.

El otro médico fue quien respondió.

- En la época de los grandes filósofos, hubo uno llamado Hipócrates, que descubrió que el cuerpo humano se basa en cuatro humores: bilis, bilis negra, sangre y flema. Cuando las cuatro están en equilibrio, una persona está sana, aunque siempre suele haber un pequeño desequilibrio al alza en alguna.

- ¿Eso es malo?

El judío negó con ambas manos.

- Al contrario, los humores indican el estado anímico de la gente.

- El problema surge cuando un humor se incrementa mucho, o cambia radicalmente de uno a otro.- explicó el otro médico.

- Y eso es lo que le pasa a mi señora, ¿no?

- Exacto. Doña Beatriz tiene muy desarrollado el humor sanguíneo, sin embargo, durante el cambio de sangre femenino se ha quedado vacía, y la bilis negra se ha apoderado de ella. Por eso está apática y melancólica.

- ¡Ay, mi niña!- exclamó Julia, una de las doncellas mayores- ¡Seguro que eso es malo!

- No si se trata bien. Deben añadirle, con las comidas, bazo de cordero. Si va comiendo bazo, cuando llegue otoño se encontrará mucho mejor.

- Es la mejor etapa para la bilis negra.- se afanó en concretar el otro judío.

Elvira les había escuchado con interés, pero no creía una palabra de lo que decían. ¿Bazo? ¿Bilis negra? Sabía que los galenos hablaban mucho de ello y sus extraños remedios, pero ella nunca había creído en ello. Aún recordaba cuando aquellos matasanos trataron la pulmonía de su madre. No se les ocurrió otra cosa que desangrarla y atragantarla con agua congelada. No iba a dejar que le hicieran lo mismo a Beatriz.

- Está bien, nosotras informaremos a su padre y, en su nombre- tomó una pequeña bolsa con dinero-, os doy estas monedas como pago.

El judío que la cogió la abrió y se puso a contar las monedas con satisfacción. Acto seguido, hicieron una reverencia a las mujeres y se marcharon.

Marta, la otra doncella madura, que había permanecido callada todo el rato, miró a Elvira.

- Tú tampoco lo crees, ¿verdad?

- No, para nada.

- ¿Pero qué crees que deberíamos hacer?- preguntó Julia, que empezaba a limpiarse lágrimas de las mejillas con un pañuelo.

Elvira miró a Beatriz, yaciente, pálida, débil, sin fuerzas ni para hablar y sangrando ininterrumpidamente por entre las piernas. Sabía qué tenía que hacer.

- Hay una cura y yo la puedo conseguir, pero necesito vuestra ayuda.

- ¡Toda cuanta necesites!- exclamó nerviosa Julia.

Inmediatamente, Elvira notó cómo un calor excitante empezaba a subirle por la espalda hasta el cerebro, mientras un cosquilleo le tomaba el estómago. ¡Podía curar a Beatriz e iba a hacerlo mejor que esos judíos!

- Marta, toma una compresa limpia, empápala en agua tibia y pónsela a la señora entre las piernas.

La doncella, con la paciencia que otorgaban los años, encendió una pequeña lumbre mientras preparaba agua en un caldero.

- Julia, tú ve a buscar a don Pelayo. Dile que los médicos han estado aquí y no sabían qué hacer, pero nosotras nos encargamos.

- ¿Quieres que mienta al señor?

- ¿Quieres que unos judíos se lleven el mérito por lo que vamos a hacer nosotras?

Julia, a pesar de su bondad, pecaba muchas veces de falta de agilidad mental. Sin embargo, lo suplía con una muy buena mano sirviendo a la familia de don Pelayo, como lo habían hecho su madre y su abuela y, esperaba, algún día haría su hija.

La mujer quedó pensando si le gustaba la idea de que los judíos se ocuparan de la joven Beatriz, y no le gustó.

- Está bien, ahora mismo voy. Pero, ¿tú qué vas a hacer? ¿Cómo vas a curarla?

- Ten paciencia y lo verás.

Elvira salió de la hospedería y se dirigió, sin parar en ningún sitio ni hablar con nadie, hacia las afueras del pueblo, a la casa que todo el mundo temía. A casa de Isabel.

Ella, al contrario que toda la gente de Santo Domingo de Silos, no temía a aquella chica de su misma edad, ni mucho menos. De hecho, sabía que ella era la única amiga de Isabel. Cuando era niña, el padre de Elvira protegió con su influencia y su dinero a Rodrigo el brujo. Cuando ella tenía ocho años, el propio Rodrigo, en agradecimiento y para proveerle a su hija compañía femenina, rogó al comerciante que dejara a la pequeña Elvirita vivir en su casa durante un tiempo, a cambio le enseñaría las propiedades de las plantas, las antiguas canciones y juegos de los antepasados y otras muchas cosas más. Por ello nunca pensó que ni Rodrigo ni su hija Isabel eran brujos, muy al contrario, supo que solo se trataba de saber ancestral que se había ido perdiendo con el tiempo.

Llamó a la puerta y entró sin esperar respuesta.

- Huyen los gatos negros.- dijo, a modo de saludo. Así lo habían hecho siempre, mofándose de la fama que la gente le daba.

- Porque nosotras andamos cerca.- respondió una voz de mujer en el interior.

Elvira entró en la casa y vio a su amiga Isabel. Su rostro parecía radiante de felicidad, esa expresión que solo ella y su hermano le habían visto y la humanizaba ante las habladurías.

- ¡Qué agradable sorpresa! No te esperaba hoy, si lo llego a saber te hubiese hecho algo para comer.

La doncella le devolvió la sonrisa, pero denegó su invitación.

- No tengo tiempo, Belita- como ella solía llamarla cuando eran niñas-. Vengo a verte porque necesito algo de zurrón de zurrón de pastor.

Isabel cambió la sonrisa por un gesto de preocupación.

- ¿Estás bien? ¿Sangras?

- Yo, por suerte, estoy bien. Es mi señora Beatriz, la menstruación le dura mucho y sangra en exceso sin parar. Creo que con esto la podré curar.

La solitaria mujer analizó los síntomas que le contaba su amiga y vio que estaba acertada.

- Sin duda esto la curará, al menos por ahora. Deberá seguir tomándoselo cuando vuelva a sangrar.

- Lo sé, pero ahora es urgente, está muy débil y los galenos quieren que la alimentemos con bazo de cordero, ¿para qué?

Isabel hizo un gesto de desprecio con la mano.

- Esos no saben ni cuánto les mide la nariz, ¿cómo van a saber curar a una mujer? Toma, aquí tengo bastante.

Tomó un tarro lleno hierbas. Era verde con los extremos rosados y a los lados crecían pequeñas ramitas culminadas con su fruto, una pequeña bolsa, similar a las plumas de una flecha.

- Quédate el bote entero, no me costará conseguir más. ¿Tienes todo el material que necesitas?

- Sí, en casa guardo los artilugios que me dio tu padre.

Isabel volvió a sonreír.

- Entonces esa niña está salvada.

Elvira fue hasta su casa, donde abrió el potecillo de hierbas y sacó unas cuantas. En un pequeño cuenco lleno de agua echó las bolsitas del zurrón de pastor y empezó a macerarlas con una pequeña maza y, cuando se fue achicando el agua, con los dedos. Cuando no quedó ya agua, sino una sustancia líquida más turbia, lo tapó y dejó reposar. Tardaría un día en convertirse en una sustancia gelatinosa.

El día siguiente, cargada con el cuenco y con el bote de las hierbas, fue a la hospedería, donde Marta seguía poniendo compresas a la débil y cetrina Beatriz mientras Julia limpiaba las que ésta ensuciaba.

Para la sorpresa de Elvira, allí estaba también don Pelayo. Cuando Julia le contó lo que había pasado, decidió ir a ver cómo estaba su hija y qué era aquello que tenían pensado las doncellas.

- ¡Por fin!- exclamó Julia con nerviosismo.

- ¿Ya tienes el remedio, Elvira?

La joven dejó los trastos sobre una mesilla y asintió. Después, abrió el bote y extrajo unas cuantas bolsitas de zurrón de pastor.

- Julia, prepara una infusión con esto y déjalo reposar un momento.

La doncella se apresuró en cumplir su mandato.

- Tú, Marta, ayúdame a untarle esto entre las piernas a la señora.

Elvira cogió la sustancia pastosa que hiciera el día anterior y, mientras Marta limpiaba los hilillos de sangre que no paraban de manar, ella untaba con un dedo aquella sustancia por los labios vaginales de la niña.

- ¡Esto ya está!- dijo al fin Julia, mientras traía un vaso con la infusión.

- ¿Qué estáis haciendo, Elvira?- don Pelayo habló por primera vez.

La joven miró a su señor, sin entenderla.

- Quiero decir… ¿qué es esto? ¿Qué le hará a mi hija?

- Esto es zurrón de pastor. La infusión hará que, lo que sea que tenga por dentro, pare de sangrar, y la pasta, además de cortar la sangre cuando vaya a salir por su vagina, impedirá que también le sangren los labios.

Julia le pasó el vaso y juntó las manos en un gesto de oración.

- Ojalá funcione, sería un milagro que se curase.

Elvira se acercó a la cabecera de la cama y se puso justo al lado de la cabeza de Beatriz.

- Mi señora, oídme, soy Elvira.

La niña abrió los ojos, cansada, y aunque intentó sonreír a su doncella, el cansancio se lo impidió.

- No digáis nada, señora. Os traigo un remedio que os curará.

La mirada de Beatriz habló por ella. Si Elvira traía un remedio que funcionara, sería el fin de ese estado en que estaba. Y si no funcionaba, tal vez la matara, pero ¿qué más daba? Prefería estar muerta que sufrir su debilidad.

- Tomad, tenéis que beberlo todo.

Le acercó el vaso a la boca y la niña tomó un sorbito. Enseguida apartó la boca y sacó la lengua con disgusto.

- Sé que tiene mal sabor, señora, pero tenéis que confiar en mí. Esto os curará y pronto podréis levantaros de esa cama.

Haciendo acopio de las pocas fuerzas que le quedaban, Beatriz dio un largo sorbo al vaso y se lo terminó.

Las otras doncellas y el caballero miraban expectantes la reacción de la niña, pero ésta solo cerró los ojos y se puso a dormir con una respiración acompasada.

- ¿Ya está?- preguntó Pelayo.

- Mi señor, ahora debe tomar esta infusión cada dos o tres días mientras tenga la menstruación y una semana antes cada vez que coma. Yo puedo ocuparme de conseguir las hierbas y prepararlo.

El caballero la miró con una mezcla de temor por su hija y felicidad por la posible solución.

- Elvira, si funciona te auguro un buen futuro con mi hija.

- Os prometo que mañana mi señora se levantará de esa cama por su propio pie.


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Dejo, como curiosidad, algunos datos de Elvira por si a alguien le interesa (si es que alguien lee esto).


ELVIRA DÍAZ, 16-IX-1263

- Datos importantes: A los ocho años, compagina la educación que le otorgaba su padre con las enseñanzas de botánica y alquimia que le impartía el padre de Isabel Rodríguez, amigo del suyo.

- Padres:

- Padre: Diego (comerciante) 1245-1279, muerte por lepra.

- Madre: Flora (cambista) 1246-1278, muerte por pulmonía.

- Matrimonio: Casada libremente con Roque López el 22-IX-1278, manteniendo una relación excelente, otorgando 250 doblas de oro (5000 maravedís) como dote.

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