jueves, 24 de diciembre de 2009

Epístola a los compadres

He aquí la epístola que os prometí, compadres. Felices fiestas.



Epístola satírica y censoria a los compadres con motivo de la celebración por todo el tiempo compartido.

Como al de Olivares hizo Quevedo,
escribo, compadres, esta misiva
y empiezo, primero, por el manchego,

Aunque no soy quién para que le escriba
a este digno estudioso de la tierra
que tanto le da el lugar en que viva,

pues le ha cogido la insigne y gran perra
de hacerse pasar por buen castellano
(idea a la que tan firme se aferra)

que, tal como si fuera un arbitriano,
de utópicos planes plantea el mundo,
y en Castilla nace él, valenciano.

Sobre ello me encuentro meditabundo:
¿Será que, geógrafo, puede cambiar
del mapa un lugar y hacerlo errabundo?

Gusto, con verborrea, de rabiar
a este buen candidato a mendicante,
que danle heces y lo cree caviar.

Poco puedo decir al preopinante
Miguel que yo no le haya ya llamado
en bares en que he sido maitinante

por su grata presencia acompañado,
así que, por no hablar, no hay aquí sitio
que pueda ocupar más que el ocupado.

Otro compadre, quien aspira a Pitio
(no de Apolo, sino de la actual “Pepa”)
me ayudará con la creación del ripio

aunque él, en casa, inocente, no sepa
que forma parte de mi infame plan:
rellenar esta fría y blanca estepa

que es papel con leyes de trujamán,
mas como no saliere de su casa
(su Sancta Sanctorum, templo y taguán)

no puedo mostrarle qué es lo que pasa
por esta, mi mente de pseudo-artista,
que más podría ser tábula rasa,

donde los bordes tórnanse en aristas;
aristas que bañan mentes, compadre,
que tornan la cordura a equilibrista.

Y aunque creamos que nunca nos es tarde
para estar así de cogitativos,
acabo contigo, Willy, que arde

mi azul tinta, aquel color distintivo
que, en níveo papiro tórnase áureo,
como aquello que nos es recreativo.

Por terminar estas frases que aireo,
sin temer represalias o amenazas,
canto a la mujer de este compadreo.

Tú, que abriste las infames tenazas
de aquel gran, rojo y asfixiante yugo,
unístete a nos, a cuál más “nenazas”.

Y es que, rodeada de tanto besugo
y una gata negra, arto indecente,
que anda necesitada de un verdugo

que la sodomice, por ver si siente
lo que de lado (dice) tanto goza,
raro es que no seas ya demente.

Aunque poco cuerda serás, pues moza
te dejaste llevar al mártir-monio
y acabó el sueño lavando la loza.

Suerte fue que murió aquel vil demonio,
tornándose las cosas del revés
y quien jodía acabó capricornio.

Porque, ¿qué más da tener treinta y tres
joyas? ¿Por qué tienen que ser odiadas,
si aún hay tiempo de gozar “lo que ves”?

En conclusión, compadres, mal rimada
os dejo la epístola prometida
y, aunque costosa, ha sido una gozada.

Agradezco a las musas su venida,
les pido que vuelvan otra ocasión
y, mientras, dejo aquí mi despedida.

sábado, 19 de diciembre de 2009

Carta de suicidio del señor S. Campbell - Quinta parte

El día siguiente fui a la excavación, pero no encontré al profesor por ningún sitio; arto preocupado, pregunté a T. Gilliam, pero su negativa no hizo más que hacerme creer que algo le había pasado. El profesor Balton no faltaba nunca a su trabajo, ni un día, no por nada había sido capaz de llegar a los setenta y seguir en activo.
Se me echa encima el tiempo, estoy escribiendo demasiado, cuando debería ser una carta más breve… sólo diré que le busqué por toda la excavación (ya que entonces me di cuenta de que no sabía dónde vivía) y que, tras casi todo el día tras su pista, me crucé con el hombre de la gabardina.
Ya había caído la noche y, oculto en la penumbra del ocaso, me escondí de tal forma que no me vio ni sospechó de mi presencia. El hombre, tras mirar un par de veces si alguien le seguía a la zaga, se introdujo en una grieta de una roca que, para ojos de un desconocido, hubiese pasado desapercibida. Antes de entrar, pude ver cómo pasaba por encima de algo, un bulto en el suelo.
Me acerqué con precaución, una vez desaparecido aquel hombre, y descubrí que aquel “bulto” era el cuerpo sin vida del guardia de seguridad P. Harvey. Sudoroso y asustado, busqué en su cinto y comprobé que aún llevaba la pistola, un revólver que, pese a mi nulos conocimientos de armamentística, pude certificar que tenía balas en la recamara.
No sé qué extraño sentimiento me empujó a entrar en aquel orificio ni a qué dios o santidad me encomendaba, sólo sé que lo hice. Con el revolver por delante, accedí a aquella siniestra gruta. En su interior, iluminada por dos antorchas, hallé la escena más macabra que contemplaran jamás mis ojos: el profesor B. Balton estaba atado, de pie, a una pared, con el pecho abierto y los pulmones, que aún se inflaban ligeramente, fuera del cuerpo, aunque aguantados por un pedestal ante él.
Si la escena no me había parecido lo suficientemente traumática y aberrante, junto a él estaba el hombre de la gabardina, que se había quitado el sombrero y la bufanda, dejando al descubierto sus aborrecibles rasgo, su pequeña boca y sus finas rallas allá donde debería estar la nariz, pero no eran líneas pintadas o dibujadas, sino agallas, como las de un pez. Con él, amarrado a una estatua del dios marítimo de la tablilla, había un hombre-pez, una gomosa criatura bípeda de vago aspecto humanoide e insultante a la creación humana y la cordura.
En el tiempo que tardé en asimilar todo lo que estaba viendo (¡juro que lo vi!), el hombre de la gabardina me alargó una mano con dos fetiches idénticos al que me mostrara el profesor. Enseguida lo entendí todo. Aquellos dos seres aborrecibles buscaban el fetiche desenterrado para ofrecerlo a su dios, junto con los pulmones del profesor… y ahora los míos.
Sin mirar, disparé un par de veces y salí corriendo, inconsciente de cuál había sido el resultado del tiroteo o si realmente aquello era realidad.
Y aquí estoy ahora, en la habitación del hostal, sabedor que me persiguen, estoy seguro, convencido. El hombre de la gabardina me persigue, quiere completar el ritual y para ello necesita el fetiche que me observa desde la mesa y se ríe de mí, además de mis pulmones. Necesito un respiro…
Acabo de asomarme a la ventana… ¡y le he visto! ¡El hombre de la gabardina está cerca de atraparme! ¡Le oigo subir las escaleras del hostal! No me cogerá, al menos no con vida; mis activos pulmones no le servirán para nada, porque voy a acabar con mi vida. Aún quedan dos balas en el revolver, más que suficientes…
¡Ya está aquí! ¡Golpea la puerta! ¡Adiós, mundo! ¡Adiós, cordura! ¡Adiós!
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Y hasta aquí el primer relato en humilde homenaje a maestros como Lovecraft y Poe. Espero que haya sido de agrado, tanto o más como lo ha sido para mí escribirlo.

jueves, 17 de diciembre de 2009

Carta de suicidio del señor S. Campbell - Cuarta parte

Pasaron un par de semanas, no recuerdo ahora mismo cuantas y, como el profesor me había contado, aquel hombre de la gabardina continuó con sus visitas diarias, casi siempre a la misma hora.

En cuanto a los restos, los trabajadores del profesor desenterraron una maravillosa tablilla que nos abrió a todos el ánimo y las ansias de seguir excavando. Se trataba de un relieve en el que aparecían personajes como los del fetiche, con los mismos rasgos y características, señoreados por uno más grande que salía del mar y señalaba con una mano a la tierra, con otra al agua. A la zaga de la procesión caminaban una especie de blasfemos hombres-pez que esgrimían lanzas coralinas.

Descubrieron más cosas, pero poco tienen que ver con mi historia. Únicamente diré aquello que me atañe directamente.

Me dediqué a estudiar la tablilla con el mayor ahínco posible, consulté los libros sobre civilizaciones americanas precolombinas e incluso viajé a Boston para registrar unos tomos que me recomendaron sobre la cultura del lugar.

He aquí la conclusión que le di al profesor tras mi estudio:

Profesor B. Balton, nos encontramos ante una cultura realmente curiosísima. Parece ser que se dedicaban a la vida marítima: comían, construían y, posiblemente, se vistieran con todo aquello que sacaban del mar. Basaban, además, su vida en un dios sin nombre (seguro que lo tenía, pero lo desconocemos) que, según sus ideales, les creó en el agua, les guió a la tierra y les llama, de nuevo, para que regresen al mar.

Esto nos da una idea de por qué o cómo desaparecieron, dejando detrás el poblado: probablemente se dirigiesen hacia el mar (encontrándose con el enorme océano en el que morirían) buscando a su dios.

Recuerde, eso sí, que esto son hipótesis y que aún necesitamos encontrar más indicios que lo verifiquen.

Atentamente, S. Campbell.

Pero quién iba a decirme que el profesor no leería nunca esta corta misiva.


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Corta entrada, pero, posiblemente, la siguiente sea el desenlace y, por ello, un poco más larga.

martes, 15 de diciembre de 2009

Carta de suicidio del señor S. Campbell - Tercera parte

Supuse que el profesor iba a mantener algún tipo de conversación con quien fuese que le requería, así que me tomé la libertad de curiosear en el interior de aquel pequeño receptáculo.

Quité la tapa y descubrí* un alargado, aunque no mayor de diez centímetros, fetiche de arcilla que representaba a un ser que no mostraba ningún rasgo de pertenecer a sexo alguno (aunque mostraba, claramente, el triángulo invertido de la fecundidad). Su rostro sin facciones estaba solamente formado por dos ojos desorbitados y dos marcas alargadas allá donde debiera estar la nariz. Su cuello estaba rodeado por algún tipo de collar, marca de la tribu, quizá.

Debo admitir que me sentí realmente incómodo mientras tomaba aquel extraño fetiche y lo observaba con detenimiento; en ocasiones llegaba a sentir que era capaz de verme desde aquellos saltones agujeros que eran sus ojos y se reía de mí, pese a no tener más boca que una pequeñísima hendidura.

Aun ahora siento su presencia. Se mofa de mí y ahora sí que oigo el sonido de su risa, como si quisiera destrozar mi ya casi ausente cordura (bien pensado, lo está consiguiendo...).

Pude oír una acalorada discusión que se desarrollaba fuera y que me sacó del ensimismamiento, reconociendo la voz del profesor Campbell como una de ellas, así que decidí salir por ver qué era lo que estaba pasando. Sin saber por qué y, prácticamente, sin darme cuenta, guardé el fetiche en uno de mis bolsillos, dejando la caja en el lugar de donde la había sacado el profesor.
Cuando salí, pude ver al señor Campbell discutiendo acaloradamente con un hombre ataviado de tal guisa que apenas se le veía el rostro. Vestía una pesada gabardina marrón, con un sombrero a conjunto y una bufanda de color gris, que le dejaban a la vista únicamente los ojos.
Rodeándoles y sin saber qué hacer estaban algunos de los trabajadores de la excavación.
En el momento en que llegué, el extraño visitante se marchó, no sin antes posar su mirada en mí. Extrañado, me acerqué al aún nervioso profesor y le invité a entrar de nuevo en la tienda, cosa que me agradeció e instó a los demás a seguir con su trabajo.
Ya más tranquilizado, y con una buena taza de té entre pecho y espalda, el profesor me contó que aquel hombre era un vecino del lugar que, cuando escuchó los descubrimientos que se habían hecho, se mostró partícipe a colaborar pues, según decía, había estudiado su árbol genealógico y, al parecer, descendía directamente de una sociedad nativa de aquella zona. Su actitud, al principio, había sido la de un simple observador, pero desde que empezaron a desenterrar objetos personales o de trabajo de aquella gente, sus visitas fueron casi diarias y en ella exigía que se le otorgase todo aquello que rescatasen, al considerarse heredero.
Poco más me contó sobre aquel hombre, y pareció haber olvidado que iba a mostrarme el fetiche (o creyó habérmelo mostrado ya). Acto seguido empezamos a trabajar.
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* El fetiche, en principio, iba a ser algo diferente, pero al ser el de la fotografía lo que más se acercaba a la idea previamente hecha, lo he modificado para su mejor adecuación.

domingo, 13 de diciembre de 2009

Carta de suicidio del señor S. Campbell - Segunda parte

No puedo negar que mi alegría fue tan grande que, sin pensar en el hecho de que tenía que cruzar el océano, ir a otro continente, meterme en un terreno que desconocía y trabajar con y para desconocidos, salí corriendo en busca de mi esposa para contarle la noticia.

Respondí al profesor Balton con una carta que anunciaba mi salida hacia América la siguiente semana así como una serie de libros y trabajos hechos para gozo y disfrute personal en los que daba muestra de mis conocimientos como antropólogo.

En el día estipulado me hallaba bajando del barco que me había separado de mi patria y familia en el puerto de Newburyport, cargado con una maleta repleta de ropa, enseres de trabajo y un par de cachivaches que encontré indispensables para el trabajo que iba a realizar. Allí me esperaba el profesor Balton. Como me había descrito mi padre en muchas ocasiones, era un hombre bajo, de escaso pelo marfileño, la piel tostada por las constantes horas de trabajo al sol y una energía poco habitual en un hombre que, si mis cálculos no fallaban, rondaría los setenta.

Sobra decir que me recibió con toda la pompa que podía, como si de un nuevo mesías me tratara, un mesías que sería capaz de resolver aquel enigma que había mantenido a su equipo de trabajo tan sorprendido. Me llevó a un hostal y me mostró la habitación que me había alquilado para mi estancia (la misma en la que estoy escribiendo esto… un lugar poco digno para ser la última cosa que verán mis ojos). Me recomendó descanso durante ese día y, al siguiente, pasó de buena mañana a buscarme.

Apenas pude disfrutar de la ciudad. El profesor Balton conducía su Twin Six del 16 apurando su velocidad al máximo mientras me contaba sobre qué iba su trabajo. Según contó, Newburyport quería construir ciertas granjas en las afueras de la ciudad y, durante el trabajo de excavación para construir la base de los edificios, encontraron los restos de una, aparentemente, antigua civilización indígena. Se trataba de un pequeño poblado construido con piedra, arcilla y un elemento más que no pudieron reconocer (aunque sospechaban que fuese alguna especie de material marino por su densidad).
Uno de los muchos edificios que habían encontrado era, según creían, un templo de adoración. La ignorancia sobre quienes eran sus pobladores y sus costumbres dejaban abiertas tanto la posibilidad de que adorasen a alguno (o a varios) de los dioses antiguos o bien a las almas y los manes de sus antepasados. Como dato curioso, me comentó que no había encontrado restos humanos en el lugar, a lo que añadí que quizá sus habitantes emigraran por alguna razón y abandonaran para siempre el poblado.

Con esto llegamos a la excavación, donde conocí a alguno de los trabajadores, como J. G. Harrison, T. Gilliam y los guardias de seguridad: P. Harvey y E. Morris. Pude comprobar que, pese a las explicaciones del profesor, yo no veía allí tanto como él creía ver. Piedras y tierra por doquier, no veía templo alguno, o al menos nada que lo certificase como templo y lo diferenciase de los muchos agujeros rodeados de roca que conformarían los hogares.
Expuse mis ideas al profesor y me llevó consigo a una pequeña tienda que usaba a modo de despacho. Dentro, en el cajón de una desordenada mesa y cerrado con llave, había una caja que el profesor abrió. Mientras tanto, la entrada de la tienda se abrió ligeramente y asomó la cabeza de T. Gilliam, anunciando y dijo: “Profesor, es él de nuevo”.

Ante esto, el profesor Balton me dio la caja ya abierta y mientras, enfurruñado, se disculpaba, se marchó.

jueves, 10 de diciembre de 2009

Carta de suicidio del señor S. Campbell - Primera parte

Debo, ante todo, presentarme. Me llamo S. Campbell, nací en Bournemouth, lugar del que ya apenas recuerdo ni el aroma de su brisa marina, ni las vistas a ese gran océano que se abre a la inmensidad… No, Campbell, debes ceñirte a los hechos que atañen a tu historia reciente… Como decía, nací en el mil ochocientos noventa y tres en el seno de una familia acomodada, ocupando el lugar del segundo de cuatro hermanos y dos hermanas.


Mi padre, R. Campbell, era dueño de una de las más prestigiosas colecciones de objetos antiguos que se recuerdan en la zona y se dedicaba a comerciar con ellos. A mi hermano mayor, J. Campbell, le instruyó en cuanto supo sobre el arte del buen vendedor, pero su sueño se truncó cuando mi pobre hermano murió víctima de unas fiebres provenientes del sur. ¡Cuál sería la decepción de mi padre, cargando con la pena de la muerte del vástago, al verse obligado en dejarme a mí su negocio! Nunca consideró la opción de instruirme en el oficio mientras mi hermano vivía, así que yo me dediqué a leer y estudiar por mi cuenta en numerosos volúmenes de arqueología, antropología e historia. Cuando la catástrofe familiar ocurrió, ya no estaba en edad de aprender tales artes de sus manos.

Y así fue como me pude ver, al poco tiempo, con mis padres muertos, mis hermanos desperdigados por el mundo y gastando la herencia que se les había dado y yo a cargo de un negocio que no sabía llevar. No puedo decir que tuviese pérdidas, pues con las rentas pude vivir bastante bien, pero tampoco ganaba mucho, y tenía que alimentar a mi familia.

Sí, estoy casado… y tengo dos hijos, de cinco y dos años. Ruego a quien lea estos escritos que no les cuenten nada sobre esto, que les digan que su padre murió en alguna heroica hazaña, no como un condenado a la locura y la demencia.

He tomado un brevísimo descanso para respirar… no puedo soportar pensar en los pequeños… prosigo.
Semanas atrás llegó a la dirección del negocio una curiosa misiva firmada por el profesor B. Balton. El profesor Balton era un viejo perro del desierto americano, amigo de mi padre y uno de sus mejores proveedores en cuanto al arte nativo de la parte norte del continente allende el mar. Por un momento pensé que le escribiría a mi padre, ignorante de su muerte, pero, para mi sorpresa, pude ver que no era así. La carta decía lo siguiente, según recuerdo:

“Querido, aunque aún desconocido, mr. S. Campbell.

Le escribo so la recomendación de vuestro, ya tristemente fallecido, padre. Según me dijo en numerosas ocasiones, sois un gran antropólogo y arqueólogo, al menos en cuanto a la teoría se refiere. Me place anunciaros que he descubierto el yacimiento de, presumiblemente, una antigua e ignota cultura precolombina, es más, ¡incluso me atrevería a decir que es del tiempo en que empezamos a utilizar las dos piernas para andar erguidos! Entre todos los restos hemos encontrado cierto fetiche de piedra que nadie en mi equipo ha sido capaz de identificar. Por ello, confiando en su habilidad, le ruego que se desplace hasta la ciudad de Newburyport, en Boston, donde le recogeré y le llevaré al poblado en que se encuentran las ruinas. Confíe en que tendrá todos los gastos pagados, más lo que pueda ganar con este trabajo.
Un cordial saludo, prof. B. Balton.”

miércoles, 9 de diciembre de 2009

La carta de suicidio del señor S. Campbell - Introducción

Newsburyport, 24 de Noviembre de 1923

Ya ha caído la noche aunque el sol siga golpeando con insistencia invernal los cristales empañados de suciedad de mi hostal. Ha caído la noche en mis días de lucidez y alegría, jolgorio e ignorancia. Mientras garabateo, con toda la velocidad que mis manos permiten, esta carta, siento cómo todo vestigio de mi cordura hase ido volando por algún balcón... mas ¡no saquemos conclusiones precipitadas!

Quiero escribirles aquí, a quienes interese, lo sucedido en estas últimas semanas y en qué situación me vi envuelto para que, así, la historia me juzgue cuerdo o loco, aunque ya no me importe pues, aunque no sé qué vi, sé que vi.

Por ello, con tanta premura como se me permita, procedo a relatarles mi historia.


[Fin de la Introducción]


Compadres, heme zambullido, desde hace tiempo, en los relatos que tanto he leído de Lovecraft, Poe y demás escritores del género de terror Romántico y Victoriano; tamaña fue mi sorpresa al ver que cierto periódico estaba vendiendo, como suplemento, relatos de estos autores (y otros muchos que no conocía), así que de estoy, de nuevo, "empapando" de tales obras maestras. Tal es así que me movió el gusanillo de imitarles (pues, al fin y al cabo, los homenajes no son sino imitaciones hechas desde el cariño) con un relato corto del mismo estilo que el suyo.

Durante varios días iré dejando fragmentos de este primer (de muchos más, espero) relato que escribo en aras de ser mostrado al público, no solo para satisfacción personal.

Y que no se os acabe la tinta.

miércoles, 2 de diciembre de 2009

Amor é fogo que arde sem se ver;
É ferida que dói e não se sente;
É um contentamento descontente;
É dor que desatina sem doer;

É um não querer mais que bem querer;
É solitário andar entre a gente;
É nunca contentar-se de contente;
É um cuidar que ganha em se perder.

É querer estar preso por vontade;
É servir a quem vence, o vencedor;
É ter com quem nos mata, lealdade.

Mas como causar pode seu favor
nos corações humanos amizade,
se tão contrário a si é o mesmo Amor?



- Luís Vaz de Camões -


Aun cuando no soy partidario de traducir la poesía, aquí dejo la traducción libre y propia de este soneto:

El amor es el fuego que quema sin ser visto;
es una herida que duele y no se siente,
es un alegría triste,
es un dolor que desatina sin doler.

Es un no querer más que buen querer,
es un solitario andar entre la gente,
es nunca contentarse de alegría,
es un aspecto que se gana cuando se pierde.

Es querer estar preso por voluntad,
y servir a quien vence, el vencedor,
es tener a alguien que nos mata, lealtad.

Mas, ¿cómo puede causar su favor
en los corazones humanos amistad
si tan contrario a sí mismo es el mismo Amor?

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