miércoles, 28 de septiembre de 2011

Querido lector, si es que existes. Me encuentro ahora mismo escribiendo para otros asuntos, por lo que Salegia está parada por el momento. Pero como no quiero detener el blog (porque me conozco y tengo mucho arranque y poco aguante), iré dejando los capítulos que sí puse en FB y no aquí.


En el nombre de Dios et de la Santa Madre, trasladar querría el livro que tenedes entre las manos, conosçido como Livro de los Siete Pecados Mortales. Son mandadas estas palavras por el sancto et auenturado abbat don Pero de la Penna, conosçido como Miguel, et escrito e trasladado por Fernán Rodríguez de Silos. Como diz el Livro de los engannos de las mujeres, quien bien faz nunca se le muere el saber et su ánima vive por los séculos. Ansí plazermeía contar et escriuir la ley de Ihesu Christo, que nos dio la su doctrina, et fabló de los pecados de soberuia, avarizia, luxuria, inuidia, gula, ira et açidia.

Sennor, tú que feziste a Xosé perdonar los sus ermanos que le dexaron en el reyno de Egipto. Tú, sennor, que diste fuego al abbat Sanct Antón para convatir el demonno. Tú, sennor, que guiaste al apóstol Sanct Iacobus en las Nauas de Tolosa contra omne infiel, dame graçia para fazer una obra digna de tu sanctidat por los siglos. Amén.

-I-

Hacía más bien poco que habían llegado a la Vega de Granada y Gonzalo era incapaz de acostumbrarse al calor veraniego del sur. Acostumbrado al constante frío de su pueblo natal, Santa María del Madero, justo al lado de Silos y Lerma, aquella sensación le parecía más bien digna del infierno. De hecho, creía que no se debería encontrar muy lejos de él.

En la iglesia había oído decir que el paraíso, el jardín de Edén, se encontraba en algún país remoto de oriente, pasado un río llamado Tigris. Él, ahora, estaba al sur de su querida Castilla, y sin duda estaba allí la boca del infierno, custodiada por los infieles de piel oscura.

Algunos meses atrás, el rey Alfonso X había convocado a los concejos en Badajoz. Todo el mundo sabía que la Iglesia le había recriminado, desde la muerte de su santo padre (pues tal era su nombre, Fernando III, el Santo), que dedicase más tiempo a las leyes y las poesías que a la Santa Justa de la Reconquista. El rey nunca le dio importancia a tales asuntos y siempre se había defendido con maestría. Aun con ello, no significaba que no se dedicase a la lucha en el sur. Por ello, en tal reunión, el rey ordenó que se preparasen tropas para una incursión a Granada.

En aquellos momentos, y siguiendo el mandato del monarca, se encontraban en Córdoba, a la espera de órdenes. Según parecía, el rey sufría algún tipo de dolencia y no iba a comandarles, pero sí lo iba a hacer su hijo, el infante Sancho.

Gonzalo creía que todo aquello que hacía el hijo del rey era una pantomima. Tras la repentina muerte del primogénito del rey, el infante de la Cerda, Sancho se había colocado en un buen lugar para heredar el reinado y continuar la tarea de su padre. Estas incursiones de reconquista de las tierras del sur le servían para obtener méritos a los ojos del anciano Alfonso, era un secreto a voces. Según había oído, el rey, cumpliendo la voluntad de su primer hijo, decidió nombrar heredero al primogénito de éste, pero los últimos méritos del infante Sancho le hicieron cambiar de opinión. La reina, partidaria de seguir con la voluntad primigenia, llegó a viajar hasta Xàtiva, donde rogó a su hermano Pedro III, rey de Aragón, que interviniese.

De todos modos a él no le importaban esas cosas. Gonzalo no estaba allí buscan-do fama o dinero, es más, nunca le habían atraído las aventuras que contaban los juglares sobre Alvar Fáñez y los grandes caballeros burgaleses. Él había ido allí por motivos personales.

Aquello que buscaba, a lo que tanto tiempo había seguido la pista, podía estar allí, en el sur, tan lejos de su hogar. Supo, por boca de unos jóvenes de Silos, que, desde Lerma, iban a enviarse soldados a favor del rey, comandados por Lope de Lerma, hijo de Sixto de Lerma. Sixto era un consejero fiel de don Álvaro Fernández, barón de Santa María del Madero, amén de un prestigioso boticario. Su hijo, de la misma edad que Gonzalo, unos veinte años, había sido precoz en todos los aspectos de su vida y se moría de ganas por luchar contra los infieles.

Y allí se encontraba él, junto con otros quince jóvenes de Santa María y Lerma, comandados por Lope. Si bien novato, se mostró como un capitán férreo en las pocas escaramuzas en que habían combatido, así como poco dado a la camaradería militar.

Aquel era, de hecho, uno de esos momentos. Habían plantado un campamento provisional mientras esperaban órdenes del rey. Una vez terminado, y calentados con el esfuerzo físico que suponía, los soldados se habían animado y necesitaban acción.

- Eh, Gonzalo –gritó un hombre desaliñado y sucio que formaba parte del grupo-, ¿por qué no nos traes algo para beber?

- Ya sabes lo que dicen de los animales cuando beben, se quedan ciegos, amigo.- respondió éste.

Las risas de los presentes, salvo del aludido, emergieron con rapidez, así como algunas burlas jactanciosas acompañadas de cómplices codazos. Los quince jóvenes que formaban la compañía de Lope de Lerma, así como el veterano Darío, con más batallas a la espalda que todos ellos juntos (y así lo certificaba su oreja mutilada y sus dedos, carentes de yema algunos) habían creado entre sí un breve, pero verídico, estatus de compañerismo.

- Venga, chico –intercedió Darío-, no le hagas enfadar. Estamos todos sedientos.

Gonzalo aceptó con un gesto de su cabeza la petición del veterano, si bien, al levantarse para buscar algún tipo de bebidas, se topó de frente con Lope de Lerma. Éste traía el rostro con gesto serio, aunque en sus ojos de color oscuro, como su pelo, brillaba un pequeño fulgor de emoción.

- ¿Dónde vas? –preguntó escuetamente a Gonzalo.

- A por unos odres, señor. Mis compañeros están sedientos.

Lope pasó una mirada rápida por la soldadesca a su cargo con cierto desprecio.

- Siéntate –ordenó a Gonzalo, y se dirigió después al resto-. ¿El rey nos da el honor de luchar en su nombre, contra los infieles, por la virtud de Jesucristo, y vosotros pensáis en emborracharos? -escupió en el suelo- Me dais asco.

Un rumor incómodo acompañó al silencio que dejaron las palabras de Lope. El joven no era un gran líder, tal vez en el futuro llegara a serlo, pero aún no, y los soldados tan solo le respetaban por ser él quien les proporcionara la soldada. Sobretodo Darío era quien más le costaba creer en él.

- Si estuvieseis pendientes de los acontecimientos, basura, sabríais que el rey nos ha elegido para una importante tarea.

Los ojos de los hombres se abrieron emocionados, necesitaban un poco de acción tras tanto tiempo ociosos.

- ¿De qué se trata?

- Venid conmigo.

Inmediatamente se levantaron todos y le siguieron. Si bien la excitación era suprema, Gonzalo no la compartía en su totalidad. No podía negar que le agradaba, en cierta manera, la sensación que le oprimía el estómago antes de enzarzarse en una pelea y la catarsis que le suponía en el momento. Pero él no era un guerrero, estaba allí buscando a Jorge, su hermano. Gonzalo trabajó desde niño en el campo, tal como lo habían hecho su hermano y sus padres durante generaciones. En sus ratos libres de infantiles juegos, los dos escenificaban ser grandes soldados como aquellos que solían mencionar los juglares. Un día, jorge decidió que aquella vida, la del caballero, le gustaba más que la del labriego y, desoyendo los consejos de su familia, se alistó para luchar contra los infieles.

No tardó en llegarles un mensajero anunciando que Jorge había sido tomado prisionero en el sur. Tras esto, y al ver el llanto de su afectada madre que ya creía muerto a su primogénito, Gonzalo aprendió, no sin esfuerzo, a domesticar el acero real y marchó a Burgos para, también, alistarse e ir en búsqueda de su hermano y traerle de nuevo a casa, vivo o muerto. No había tenido suerte hasta entonces.

Pronto pudieron divisar una ingente cantidad de soldados rasos, alrededor de mil, apostados frente a un hombre barbudo y engalanado con una bella armadura, con un tabardo níveo como una gélida mañana burgalesa, refulgente en el centro la cruz roja de los llamados caballeros de la Orden de Santiago. Ya le conocían, todo el mundo le conocía. Aquel hombre era Gonzalo Ruiz Girón, Maestre de la Orden y dirigente, so órdenes del rey y el infante, en aquella batalla. Su caballo, con un porte más regio que el del propio don Alfonso, era tiznado y musculoso.

A su lado, un hombre de rostro macilento, nariz alargada y piel morena, cargado solamente con un abultado zurrón, pasaba la mirada, intranquilo, por entre las huestes. No cabía duda, por sus rasgos, que se trataba de un granadino.

- Don Lope… ¿quién es ese?

El joven hidalgo respondió con un leve gesto de negación con la cabeza, sin apartar la mirada, asombrada, del nazarí. Ruiz Girón habló y les sacó de dudas.

- Valerosos soldados del rey, se os alaba y agradece el servicio que prestáis a la contienda contra el rey de Granada. Sin vosotros, nuestras fuerzas serían nulas y nuestra victoria imposible, y es por eso que me inclino ante vosotros.

- Algo quiere pedirnos que no es nuestro trabajo…- murmuró el viejo Darío.

- Pero no solo con batallas se ganan las guerras.- prosiguió Ruiz Girón.

- ¿Ves?- Darío guiñó un ojo a Gonzalo.

- Creemos que las provisiones que traíamos con nosotros han sido envenenadas, tras haber visto muchos casos de intoxicaciones entre nuestros soldados. Necesitamos restituirlas en gran número y cuanto antes, los infieles no pueden cogernos faltos de fuerza. Por ello, os envío a vosotros a hacer acopio de víveres: recolectad fruta, cazad cuantos animales encontréis.

- Mi señor –interrumpió un caballero leonés-, no conocemos la zona, podríamos caer en un campamento hereje de cabeza sin enterarnos.

- Lo sé –asintió Ruiz Girón-, por eso os acompañará este hombre- señaló al granadino que le acompañaba, y que empezó a sudar copiosamente-, Harum ibn Hassan. Vino a nosotros días atrás, renegando de su gente y su religión. Se ofreció como guía a cambio de conservar la vida, y eso es lo que hará.

Ruiz Girón calló, esperando que el granadino dijese algo, pero éste no abrió la boca cohibido por todas las miradas puestas sobre él.

- Cuando tengan suficientes víveres, iremos en su búsqueda un grupo de mis caballeros y yo, para protegerles en la vuelta al campamento. En marcha.

Pasadas tres horas ya habían recogido suficiente como para alimentar, durante un par de días como mínimo, al ejército bajo mínimos. Mientras no se resolviese si realmente habían sido envenenados los otros, y no avanzasen más en la batalla contra el rey Muhammad II de Granada, no podían adentrarse en los pueblos y ciudades para recaudar los impuestos sobre el pueblo conquistado y sus víveres.

Harum guiaba a las tropas y les indicaba las mejores zonas para recolectar y cazar algunos jabalíes. Rondaban cerca de un poblado que el moro llamó como Moclín cuando los de Santiago aparecieron para escoltarles al campamento. Ruiz Girón convocó a los capitanes de cada grupo, Lope entre ellos.

- ¿Ya tenéis suficiente para regresar?

- Tenemos poco, señor- explicó un toledano-, pero es lo único que podemos con-seguir sin arriesgarnos a que nos encuentren los infieles.

- Hablando de ello, ¿habéis tenido algún problema con alguno?

- Ninguno, señor. El guía nos ha mantenido alejado de todo núcleo de población.- acotó un zamorano.

- Perfecto, cuando regresen los exploradores nos iremos al campamento, los de-más soldados están hambrientos…

El rápido galope de un caballo ligero, montado por uno de los batidores santiaguistas, cortó las palabras del Maestre. Éste traía la cara sucia de tierra y, según creyó ver Lope, también sangre.

- Don Gonzalo, le traigo funestas noticias.- se apresuró a decir.

Ruiz Girón le miró desconcertado.

- ¿Qué ocurre? ¡Habla!

- Son ellos, nos han visto…

Un grito desgarrador les interrumpió. Sin saber cómo, un gran ingente de tropas de los infieles apareció de la nada enarbolando aquellas espadas curvas que utilizaban. Ruiz Girón desenvainó su hoja y fue en busca de su caballo para dirigir a los de Santiago. Lope, por su parte, sorprendido y sin saber cómo reaccionar, buscó con la mirada a su gente mientras los moros incrementaban su número con rapidez.

Y allí se encontraba Gonzalo, espada en mano y sin saber qué iba a hacer para salir de allí cuando un infiel se lanzó hacia él, con la ira de quien cree luchar por su dios inyectada en los ojos.

Gonzalo no se sintió asustado, no era su primera batalla, pero sí cauto, sabía que los infieles eran sanguinarios en las escaramuzas. Detuvo con facilidad la espada del granadino y devolvió con maestría el ataque. Gonzalo se percató que, aunque valiente, el infiel parecía novato, pues asía su espada de un modo precario. Solo tenía que golpear en el punto preciso… y así lo hizo. Gonzalo descargó con tal precisión su espada contra la del infiel que la de éste se quebró en varios trozos. Envalentonado, Gonzalo sesgó las tripas del moro, que se disponía a huir tras haber perdido el arma.

Una vez probada la sangre, es muy difícil olvidar su sabor, bien lo sabía el joven castellano. Sin atender a razones, tras esta primera víctima, Gonzalo batalló con cuantos granadinos se encontró, haciendo gala de su habilidad con la espada. Si ellos tenían a Jorge, les pasaría a todos a cuchillo hasta que le dijesen dónde.

En ese instante, las tropas granadinas dieron media vuelta y empezaron una fuga masiva. Algunos de los capitanes castellanos clamaban paciencia, pero los soldados estaban en pleno frenesí mortal, no eran capaces de pensar en estrategias improvisadas y corrieron tras los musulmanes. Recorridos unos kilómetros, el ejército moro dio media vuelta y les rodeó. Entonces los castellanos se percataron de su error. Los granadinos se lanzaron hacia ellos y les superaron con facilidad.

De pronto, Gonzalo oyó que alguien gritaba.

- ¡Han herido al Maestre! ¡Retirada!

Gonzalo no sabía qué hacer. La inferioridad numérica era más que clara, pero una retirada caótica significaría la muerte de todos ellos. Por suerte, alguien pensó como él.

- ¡Seguidme si no queréis perecer!

El joven miró a quien gritaba y vio a Lope, montado en un caballo cetrino, y completamente sucio de sangre.

Rápidamente, quienes le escucharon se pusieron a sus órdenes, entre ellos Gonzalo, e iniciaron una retirada tranquila, pero eficiente, y veían cómo otros, en la huída, caían so las armas de los infieles.

Mientras observaba, Gonzalo se percató que Harum, el infiel que les había guiado, intentaba esconderse y huir de los castellanos.

- Don Lope –dijo Gonzalo- allí está el traidor.

Los ojos del joven siguieron la trayectoria que le indicaba Gonzalo hasta que consiguió ver al guía.

- Ve a por él –ordenó-, ahora te sigo.

A Gonzalo, acostumbrado al esfuerzo físico, le bastaron dos o tres zancadas para llegar a la altura de Harum, quien le vio y reconoció.

- ¡Piedad!- clamó con fuerte acento mientras se echaba al suelo de rodillas.

- No hay piedad para los infieles, perro traidor.

Harum se puso a llorar mientras, por el suelo, se rasgó las vestiduras y empezó a arrancarse el pelo a puñados. Gonzalo levantó la espada con intención de rebanarle la cabeza, pero el granadino le detuvo.

- ¡No soy un infiel! ¡Mira!

El asustado Harum sacó de su zurrón una cruz y un libro de grandes dimensiones y bellamente ornado con filigranas de color dorado y plata.

- ¡Creo en Jesucristo redentor!- clamó más para sí que para Gonzalo.

El joven no sabía qué hacer. Harum daba signos de ser un cristiano converso, al fin y al cabo les había hecho de guía, pero… ¿y si fuese una trampa y no una coincidencia?

Entonces un sonido de cascos se hizo cercano y, tras un grito de “¡Blasfemo!”, Lope de Lerma sesgó el cuello de Harum, cayéndosele a éste la cabeza al suelo. Lope miró a Gonzalo y éste a Harum y al libro.

- ¿Qué es?- dijo el jinete señalando el magnífico tomo.

- No sé leer, mi señor… tal vez una Biblia, decía ser cristiano.

Lope pareció dudar un momento y alargó el brazo.

- Acércamelo.

Gonzalo obedeció. Cogió el libro de las manos aún calientes de Harum y se lo entregó a Lope, quien lo contempló primero antes de abrirlo. Cuando vio lo que había dentro, su rostro se tornó en una expresión de sorpresa. Sin duda estaba escrito en la impía lengua de los infieles pero, al contrario que sus libros, éste tenía imágenes y miniaturas y, en estas, demonios de mil maneras sometían a hombres y mujeres a los tormentos del infierno.

- ¿Qué hará con el libro, don Lope?- preguntó Gonzalo con inquietud.

Lope cerró el libro y miró a su alrededor, como cerciorándose que nadie había visto su contenido.

- Lo guardaré por ahora, hasta que me digan qué es. Por cierto… te llamabas Gonzalo, ¿no?

- Sí señor. Gonzalo, de Santa María del Madero.

Lope esbozó una pequeña sonrisa al oír de dónde era aquel soldado.

- Bien, Gonzalo. Serás recompensado por tus hazañas si logras salir de aquí.

Dicho esto, aguijó el caballo y salió al galope, dejándole solo y turbado.

Poco a poco el día avanzó y llegó la noche. La batalla de aquel día, que sería conocida como el Desastre de Moclín, contó con casi tres mil bajas castellanas. Gonzalo regresaba a casa sin su hermano, con una pequeña bolsa con unos pocos maravedís y, sobretodo, vivo. Y sin poder quitarse de la mente el libro de Harum.

domingo, 18 de septiembre de 2011

Cambio de horario

A quien interese.

Debido a que ya he empezado las clases y tengo un horario bastante raro, publicaré a partir de ahora los martes.

martes, 13 de septiembre de 2011

Soberbia VI

-VI-

Como doña Beatriz y su padre seguían en Santo Domingo de Silos, Elvira podía permitirse ir a su casa más veces de lo habitual. Nativa de allí, había conseguido crear una familia con su cónyuge, Roque, y muy al contrario que otras muchas parejas en aquellos tiempos, ellos dos se amaban, lo habían hecho desde que eran niños y jugaban a la orilla del río Mataviejas.

¡Ah, la infancia! La suya había sido agradable, no podía quejarse. Su padre, recientemente fallecido, era comerciante, hacía de intermediario entre los mineros de hierro y los muchos herreros con quienes trataba, quedándose él una buena parte de los beneficios. Su madre, en paz descanse también, contribuía también con mucho dinero haciendo de cambista en nombre de su marido, de modo que, cuando se casó con Roque, tuvo hasta cinco mil maravedís de dote, algo que muy pocas mujeres podían decir.

Por suerte para ella, sus padres aún llegaron a ver cómo se casaba dos años atrás, a los quince. Don Pelayo, con quien su padre siempre había tenido tratos favorables, se apiadó de ella cuando quedó huérfana y, con el permiso de Roque, le ofreció asistir a su hija como doncella hasta que se casara Beatriz.

Y así había conseguido llegar hasta donde estaba: el hospicio de Santo Domingo de Silos.

Doña Beatriz se encontraba ya en los últimos días del periodo, aun así, seguía sangrando profusamente y su piel iba volviéndose cada vez más y más pálida. Al principio dejó de jugar con sus muñecas, pero a esas alturas ya apenas hacía esfuerzos por comer. Ni los ánimos de sus tres doncellas eran capaces de levantarla de la cama, donde no paraba de mirar al techo y murmurar “Me estoy muriendo, lo sé”.

Mientras tanto, don Pelayo poco había asistido a su hija, estaba demasiado ocupado con sus camaradas de la Orden. Tan solo había llamado a dos médicos judíos para que inspeccionaran a su hija.

Y allí estaban los dos, acompañados por las discretas y silenciosas doncellas. Miraban a Beatriz como quien mira un trozo de carne pasada e intenta ver qué partes debería cortar para poder comer aún de él. Los judíos, con sus barbas rizadas y aquellos ridículos sombreritos, no le inspiraban nada de confianza a Elvira.

- Está débil, de eso no hay duda.- decía el uno.

- Tiene un desarreglo en los humores.- respondía el otro.

La miraban por todos lados alrededor de la cama, le observaban los ojos, el interior de las orejas e, incluso, le levantaban una mano para dejarla caer y ver si tenía fuerza.

- ¿Quieres comer algo?

Beatriz negó suavemente con la cabeza.

- ¿Y estos dedos?- el médico levantó dos dedos de una mano y empezó a moverlos ante sus ojos- ¿Puedes seguirlos?

La niña los cerró, cansada, y ni se dignó en contestar.

Los judíos se miraron y no necesitaron hablar.

- El diagnóstico es claro. Doña Beatriz sufre un exceso de bilis negra.

- ¿Eso qué es?- preguntó Elvira con interés.

El otro médico fue quien respondió.

- En la época de los grandes filósofos, hubo uno llamado Hipócrates, que descubrió que el cuerpo humano se basa en cuatro humores: bilis, bilis negra, sangre y flema. Cuando las cuatro están en equilibrio, una persona está sana, aunque siempre suele haber un pequeño desequilibrio al alza en alguna.

- ¿Eso es malo?

El judío negó con ambas manos.

- Al contrario, los humores indican el estado anímico de la gente.

- El problema surge cuando un humor se incrementa mucho, o cambia radicalmente de uno a otro.- explicó el otro médico.

- Y eso es lo que le pasa a mi señora, ¿no?

- Exacto. Doña Beatriz tiene muy desarrollado el humor sanguíneo, sin embargo, durante el cambio de sangre femenino se ha quedado vacía, y la bilis negra se ha apoderado de ella. Por eso está apática y melancólica.

- ¡Ay, mi niña!- exclamó Julia, una de las doncellas mayores- ¡Seguro que eso es malo!

- No si se trata bien. Deben añadirle, con las comidas, bazo de cordero. Si va comiendo bazo, cuando llegue otoño se encontrará mucho mejor.

- Es la mejor etapa para la bilis negra.- se afanó en concretar el otro judío.

Elvira les había escuchado con interés, pero no creía una palabra de lo que decían. ¿Bazo? ¿Bilis negra? Sabía que los galenos hablaban mucho de ello y sus extraños remedios, pero ella nunca había creído en ello. Aún recordaba cuando aquellos matasanos trataron la pulmonía de su madre. No se les ocurrió otra cosa que desangrarla y atragantarla con agua congelada. No iba a dejar que le hicieran lo mismo a Beatriz.

- Está bien, nosotras informaremos a su padre y, en su nombre- tomó una pequeña bolsa con dinero-, os doy estas monedas como pago.

El judío que la cogió la abrió y se puso a contar las monedas con satisfacción. Acto seguido, hicieron una reverencia a las mujeres y se marcharon.

Marta, la otra doncella madura, que había permanecido callada todo el rato, miró a Elvira.

- Tú tampoco lo crees, ¿verdad?

- No, para nada.

- ¿Pero qué crees que deberíamos hacer?- preguntó Julia, que empezaba a limpiarse lágrimas de las mejillas con un pañuelo.

Elvira miró a Beatriz, yaciente, pálida, débil, sin fuerzas ni para hablar y sangrando ininterrumpidamente por entre las piernas. Sabía qué tenía que hacer.

- Hay una cura y yo la puedo conseguir, pero necesito vuestra ayuda.

- ¡Toda cuanta necesites!- exclamó nerviosa Julia.

Inmediatamente, Elvira notó cómo un calor excitante empezaba a subirle por la espalda hasta el cerebro, mientras un cosquilleo le tomaba el estómago. ¡Podía curar a Beatriz e iba a hacerlo mejor que esos judíos!

- Marta, toma una compresa limpia, empápala en agua tibia y pónsela a la señora entre las piernas.

La doncella, con la paciencia que otorgaban los años, encendió una pequeña lumbre mientras preparaba agua en un caldero.

- Julia, tú ve a buscar a don Pelayo. Dile que los médicos han estado aquí y no sabían qué hacer, pero nosotras nos encargamos.

- ¿Quieres que mienta al señor?

- ¿Quieres que unos judíos se lleven el mérito por lo que vamos a hacer nosotras?

Julia, a pesar de su bondad, pecaba muchas veces de falta de agilidad mental. Sin embargo, lo suplía con una muy buena mano sirviendo a la familia de don Pelayo, como lo habían hecho su madre y su abuela y, esperaba, algún día haría su hija.

La mujer quedó pensando si le gustaba la idea de que los judíos se ocuparan de la joven Beatriz, y no le gustó.

- Está bien, ahora mismo voy. Pero, ¿tú qué vas a hacer? ¿Cómo vas a curarla?

- Ten paciencia y lo verás.

Elvira salió de la hospedería y se dirigió, sin parar en ningún sitio ni hablar con nadie, hacia las afueras del pueblo, a la casa que todo el mundo temía. A casa de Isabel.

Ella, al contrario que toda la gente de Santo Domingo de Silos, no temía a aquella chica de su misma edad, ni mucho menos. De hecho, sabía que ella era la única amiga de Isabel. Cuando era niña, el padre de Elvira protegió con su influencia y su dinero a Rodrigo el brujo. Cuando ella tenía ocho años, el propio Rodrigo, en agradecimiento y para proveerle a su hija compañía femenina, rogó al comerciante que dejara a la pequeña Elvirita vivir en su casa durante un tiempo, a cambio le enseñaría las propiedades de las plantas, las antiguas canciones y juegos de los antepasados y otras muchas cosas más. Por ello nunca pensó que ni Rodrigo ni su hija Isabel eran brujos, muy al contrario, supo que solo se trataba de saber ancestral que se había ido perdiendo con el tiempo.

Llamó a la puerta y entró sin esperar respuesta.

- Huyen los gatos negros.- dijo, a modo de saludo. Así lo habían hecho siempre, mofándose de la fama que la gente le daba.

- Porque nosotras andamos cerca.- respondió una voz de mujer en el interior.

Elvira entró en la casa y vio a su amiga Isabel. Su rostro parecía radiante de felicidad, esa expresión que solo ella y su hermano le habían visto y la humanizaba ante las habladurías.

- ¡Qué agradable sorpresa! No te esperaba hoy, si lo llego a saber te hubiese hecho algo para comer.

La doncella le devolvió la sonrisa, pero denegó su invitación.

- No tengo tiempo, Belita- como ella solía llamarla cuando eran niñas-. Vengo a verte porque necesito algo de zurrón de zurrón de pastor.

Isabel cambió la sonrisa por un gesto de preocupación.

- ¿Estás bien? ¿Sangras?

- Yo, por suerte, estoy bien. Es mi señora Beatriz, la menstruación le dura mucho y sangra en exceso sin parar. Creo que con esto la podré curar.

La solitaria mujer analizó los síntomas que le contaba su amiga y vio que estaba acertada.

- Sin duda esto la curará, al menos por ahora. Deberá seguir tomándoselo cuando vuelva a sangrar.

- Lo sé, pero ahora es urgente, está muy débil y los galenos quieren que la alimentemos con bazo de cordero, ¿para qué?

Isabel hizo un gesto de desprecio con la mano.

- Esos no saben ni cuánto les mide la nariz, ¿cómo van a saber curar a una mujer? Toma, aquí tengo bastante.

Tomó un tarro lleno hierbas. Era verde con los extremos rosados y a los lados crecían pequeñas ramitas culminadas con su fruto, una pequeña bolsa, similar a las plumas de una flecha.

- Quédate el bote entero, no me costará conseguir más. ¿Tienes todo el material que necesitas?

- Sí, en casa guardo los artilugios que me dio tu padre.

Isabel volvió a sonreír.

- Entonces esa niña está salvada.

Elvira fue hasta su casa, donde abrió el potecillo de hierbas y sacó unas cuantas. En un pequeño cuenco lleno de agua echó las bolsitas del zurrón de pastor y empezó a macerarlas con una pequeña maza y, cuando se fue achicando el agua, con los dedos. Cuando no quedó ya agua, sino una sustancia líquida más turbia, lo tapó y dejó reposar. Tardaría un día en convertirse en una sustancia gelatinosa.

El día siguiente, cargada con el cuenco y con el bote de las hierbas, fue a la hospedería, donde Marta seguía poniendo compresas a la débil y cetrina Beatriz mientras Julia limpiaba las que ésta ensuciaba.

Para la sorpresa de Elvira, allí estaba también don Pelayo. Cuando Julia le contó lo que había pasado, decidió ir a ver cómo estaba su hija y qué era aquello que tenían pensado las doncellas.

- ¡Por fin!- exclamó Julia con nerviosismo.

- ¿Ya tienes el remedio, Elvira?

La joven dejó los trastos sobre una mesilla y asintió. Después, abrió el bote y extrajo unas cuantas bolsitas de zurrón de pastor.

- Julia, prepara una infusión con esto y déjalo reposar un momento.

La doncella se apresuró en cumplir su mandato.

- Tú, Marta, ayúdame a untarle esto entre las piernas a la señora.

Elvira cogió la sustancia pastosa que hiciera el día anterior y, mientras Marta limpiaba los hilillos de sangre que no paraban de manar, ella untaba con un dedo aquella sustancia por los labios vaginales de la niña.

- ¡Esto ya está!- dijo al fin Julia, mientras traía un vaso con la infusión.

- ¿Qué estáis haciendo, Elvira?- don Pelayo habló por primera vez.

La joven miró a su señor, sin entenderla.

- Quiero decir… ¿qué es esto? ¿Qué le hará a mi hija?

- Esto es zurrón de pastor. La infusión hará que, lo que sea que tenga por dentro, pare de sangrar, y la pasta, además de cortar la sangre cuando vaya a salir por su vagina, impedirá que también le sangren los labios.

Julia le pasó el vaso y juntó las manos en un gesto de oración.

- Ojalá funcione, sería un milagro que se curase.

Elvira se acercó a la cabecera de la cama y se puso justo al lado de la cabeza de Beatriz.

- Mi señora, oídme, soy Elvira.

La niña abrió los ojos, cansada, y aunque intentó sonreír a su doncella, el cansancio se lo impidió.

- No digáis nada, señora. Os traigo un remedio que os curará.

La mirada de Beatriz habló por ella. Si Elvira traía un remedio que funcionara, sería el fin de ese estado en que estaba. Y si no funcionaba, tal vez la matara, pero ¿qué más daba? Prefería estar muerta que sufrir su debilidad.

- Tomad, tenéis que beberlo todo.

Le acercó el vaso a la boca y la niña tomó un sorbito. Enseguida apartó la boca y sacó la lengua con disgusto.

- Sé que tiene mal sabor, señora, pero tenéis que confiar en mí. Esto os curará y pronto podréis levantaros de esa cama.

Haciendo acopio de las pocas fuerzas que le quedaban, Beatriz dio un largo sorbo al vaso y se lo terminó.

Las otras doncellas y el caballero miraban expectantes la reacción de la niña, pero ésta solo cerró los ojos y se puso a dormir con una respiración acompasada.

- ¿Ya está?- preguntó Pelayo.

- Mi señor, ahora debe tomar esta infusión cada dos o tres días mientras tenga la menstruación y una semana antes cada vez que coma. Yo puedo ocuparme de conseguir las hierbas y prepararlo.

El caballero la miró con una mezcla de temor por su hija y felicidad por la posible solución.

- Elvira, si funciona te auguro un buen futuro con mi hija.

- Os prometo que mañana mi señora se levantará de esa cama por su propio pie.


----------


Dejo, como curiosidad, algunos datos de Elvira por si a alguien le interesa (si es que alguien lee esto).


ELVIRA DÍAZ, 16-IX-1263

- Datos importantes: A los ocho años, compagina la educación que le otorgaba su padre con las enseñanzas de botánica y alquimia que le impartía el padre de Isabel Rodríguez, amigo del suyo.

- Padres:

- Padre: Diego (comerciante) 1245-1279, muerte por lepra.

- Madre: Flora (cambista) 1246-1278, muerte por pulmonía.

- Matrimonio: Casada libremente con Roque López el 22-IX-1278, manteniendo una relación excelente, otorgando 250 doblas de oro (5000 maravedís) como dote.

lunes, 5 de septiembre de 2011

Inciso

Esta semana no habrá capítulo, estoy preparando un examen de recuperación para el viernes y me quiero centrar en él. El próximo lunes, sí.