martes, 8 de mayo de 2012

Epístola escatológicamente ruin para el compadre en su vigesimoquinto aniversario.


Estamos aquí de nuevo, compadre,
rubricando en versos una misiva
ya dulce, ya pesada, ya vinagre.

Conviértome en anotador y escriba,
tal como tú cantaste, recordemos,
aquella canción para mí a voz viva.

Puestos a imaginar, imaginemos
(no me pagan por más, sino por eso),
lo que de aquí en adelante diremos:

imagina que la vida es un queso
manchego y los años son sus rodajas,
y contando uno por uno, no ceso,

hasta veinticinco bordes de alhaja,
en aunar las rutas que hemos andado,
donde uno canta, otro estudia, otro raja.

Y así, cuando uno la cima ha alcanzado
del pico más alto en la travesía,
se percata de lo que le ha pasado:

primero, que aquí no hay apostasía
si de amistad y compadres se trata,
y andamos todos por la misma vía;

segundo, que en cuanto al fin se desata
la andadura, se ve un pico más alto
que el postrero de la actual caminata,

y el compadreo, de cansancio falto,
lejos de regresar acojonados,
seguimos andando sobre el basalto.

Ten, pues, estos versos por terminados,
y atiende a la lección, que no se pierda:
si hoy veinticinco, mañana doblados

y al siguiente alimentando la hierba,
mas estaremos juntos siendo abono.
Termino la epístola, y ya abandono,
pues no he dicho en ningún momento “mierda”.