Estamos aquí de nuevo,
compadre,
rubricando en versos una
misiva
ya dulce, ya pesada, ya
vinagre.
Conviértome en anotador y
escriba,
tal como tú cantaste,
recordemos,
aquella canción para mí a
voz viva.
Puestos a imaginar,
imaginemos
(no me pagan por más,
sino por eso),
lo que de aquí en
adelante diremos:
imagina que la vida es un
queso
manchego y los años son
sus rodajas,
y contando uno por uno,
no ceso,
hasta veinticinco bordes
de alhaja,
en aunar las rutas que
hemos andado,
donde uno canta, otro
estudia, otro raja.
Y así, cuando uno la cima
ha alcanzado
del pico más alto en la
travesía,
se percata de lo que le
ha pasado:
primero, que aquí no hay
apostasía
si de amistad y compadres
se trata,
y andamos todos por la
misma vía;
segundo, que en cuanto al
fin se desata
la andadura, se ve un
pico más alto
que el postrero de la
actual caminata,
y el compadreo, de
cansancio falto,
lejos de regresar
acojonados,
seguimos andando sobre el
basalto.
Ten, pues, estos versos
por terminados,
y atiende a la lección,
que no se pierda:
si hoy veinticinco,
mañana doblados
y al siguiente
alimentando la hierba,
mas estaremos juntos
siendo abono.
Termino la epístola, y ya
abandono,
pues no he dicho en
ningún momento “mierda”.