miércoles, 31 de agosto de 2011

Soberbia V (2/2)

[Continua de la anterior]

Cuando amaneció sintió que no había hecho todos los kilómetros que llevaba a la espalda. Contó las monedas que le sobraban tras haber pedido una buena habitación, las guardó celosamente en la fina frontera entre el culo y los huevos, resguardado por los calzones, y volvió a los caminos.

La distancia entre Aranda y Santa María era bastante corta y ahora que veía el final tan cerca sentía que podía hacérselo en un abrir y cerrar de ojos. Era fácil, seguiría hasta el norte sin apenas desviarse hasta llegar a Santo Domingo de Silos, iría al monasterio a dar las gracias al santo por protegerle y después volvería a casa. Fácil.

Muy a su desgracia, la sensación de ligereza duró tanto como empezó a hacerse de noche y llegó la ya conocida pernocta al aire libre. Mientras buscaba un lugar apartado de los caminos y los asaltantes se juró a sí mismo que nunca jamás volvería a echarse a la aventura, que jodiesen a su hermano (de todas formas, él se lavaba las manos, le advirtió de los peligros que corría).

Cometió un error, uno de principiantes, y él, no le gustaba admitirlo, aún lo era. Antes de dormir, y confiado en que se encontraba cerca de casa, decidió hacer una pequeña fogata para calentar unas longanizas que había comprado con el dinero robado. Con la tripa llena y ganas de descansar, se echó a dormir sin siquiera apagar la lumbre. Cuando su sueño estaba en el mejor momento (iba montado a caballo por un valle y su montura estaba a punto de echarse a volar entre las nubes), un sonido cercano a su cabeza le despertó.

En un primer momento pensó que sería algún animal, un perro salvaje o un zorro (¿había zorros por allí en esa época?), pero cuando la conciencia fue haciendo acto de presencia, vio, so la tenue luz de la luna, que quien tomaba por animal no eran sino dos hombres, tan desarrapados como el de Aranda o él mismo, que rebuscaban entre sus pocas posesiones buscando dinero o comida. En un acto reflejo tomó su espada y mientras maldijo con voz gruñona, aunque, recién despertado y aún con pocas luces, solo pudo decir algo semejante a joputa. Uno de los ladrones cogió rápidamente la bolsa y se la guardó, ya la registraría con más tiempo, mientras el otro saltó sobre Gonzalo y empezó a darle patadas en el estómago y las pelotas. Poco tardó su compañero en unírsele dándole sendos puñetazos en la cabeza o, más bien, en los antebrazos mientras Gonzalo intentaba taparse la cara.

Tras un rato, se cansaron, pararon y salieron corriendo, pero Gonzalo ya no estaba.

El joven recobró la conciencia cuando la luz del sol empezó a molestarle a través de los párpados. Intentó incorporarse mientras notaba cada uno de sus huesos partidos por la mitad y magulladuras hasta en las pestañas. Para su desgracia, el último tramo de su viaje iba a durar más de lo planeado, si es que conseguía terminarlo. ¿Acaso Dios le había llevado hasta allí para matarle en su propia tierra? ¿Sería porque no querría verle enterrado en suelo desacralizado, sino en uno cristiano?

Se le olvidaron estos pensamientos cuando, tras casi un mes de viaje, logró discernir, a lo lejos, el contorno de Silos. Jamás lo admitiría, pero dejó caer una lágrima por una mejilla.

Cansado, abatido, destrozado… todo se le quedaba corto ahora que se encontraba casi en el final de su travesía. ¡Qué bonita era esa sensación de ver lugares conocidos! No podía evitar pensar qué habría ocurrido durante su ausencia, qué niños habrían nacido, qué adultos habrían muerto, si su amigo Pedro habría conseguido fornicar con la molinera, una viuda de grandes pechos que solían salir a tomar el aire muy a menudo. Pero no, se engañaba a sí mismo, estaba cansado, le habían dado una paliza, mental y físicamente agotado, y lo que era peor, se le borraba la visión para, poco a poco, empezar a ver esa luz de la que tanto hablaban.

Caminando como si cargara sobre sus hombros el peso de los pecados del mundo, anduvo por las callejuelas con la vista nublada por el cansancio y el dolor. Al principio buscó el monasterio, pero temiendo no sobrevivir al siguiente paso, decidió buscar una casa donde le acogieran para tomar un respiro.

Ayuda, pensaba, y siguió caminando.

Que alguien me ayude, por favor, sonaba fuerte entre las paredes de su cráneo.

Me muero, ¡ayuda!, como si por más fuerte que lo pensase alguien le fuera a oír más pronto.

En el último esfuerzo, notó que estaba rozando una puerta con los dedos, así que dio un empujón leve y habló, al fin.

- Necesito ayuda. Muero.

Unas manos calientes y firmes le agarraron por las axilas, le arrastraron por un suelo de tierra y le sentaron en una pequeña sillita. Gonzalo sintió que alguien hablaba, pero era como escuchar a alguien bajo el agua, semejante a un “blo-blo-blo” incoherente. Y, de nuevo, se fue.

El escozor ardiente de algo que tenía por el cuerpo le despertó. Miró hacia abajo y vio que no llevaba ropa (¡el dinero!), y que su piel, amoratada por los golpes, estaba recubierta de una pasta blanca allá donde mirara. Asustado buscó a su alrededor y vio que se encontraba en una pequeña casa repleta de potes de cristal, plantas de cultivo y diversas hierbas silvestres.

- No te muevas, la pasta tarda en hacer efecto.

Era una voz de mujer. Buscó a su interlocutora y vio a una mujer joven, atractiva (nada del otro mundo, pero en aquel momento se le presentó para él como un ángel) y de frondoso pelo negro.

- ¿Esta es tu casa?- preguntó Gonzalo, su voz sonaba más débil de lo que estaba acostumbrado.

- Esta es, sí. Y por suerte para ti, no ha sido tu féretro. Has estado bien cerca de morir.

Lo sabía, no hacía falta que se lo dijesen. La luz había desaparecido, había sobrevivido.

- Me llamo Isabel, y ya que estás en mi casa, podrías decirme quién eres.

Isabel se llamaba, qué preciosidad. Isabel como la madre de Juan el Bautista, que, estéril, fue capaz de parir gracias a la bondad de Dios. Un milagro, como milagro fue haberse encontrado con una mujer tan hermosa y hechizante como ella.

- Yo soy Gonzalo- pensó en callar, pero se envalentonó una vez empezado y continuó-, soy de Santa María del Madero y vengo de luchar con el infante Sancho en Granada.

Gonzalo calló nuevamente, contemplando a su salvadora mientras ésta echaba un ojo a aquello que le había untado por el cuerpo.

- ¿Eres una curandera?

Isabel le miró con expresión divertida.

- Más o menos, sí. Esto ya está cicatrizando; te han dado una buena paliza, Gonzalo.

La paliza volvió a recordarle que estaba desnudo, y esto que no sabía dónde estaba su dinero. Isabel, como si supiera en qué estaba pensando, le tiró una manta.

- Toma, tápate. Buscaré si aún me queda ropa de mi padre o de mi hermano. Y no te preocupes por tu dinero, no me interesa.

- Entonces, ¿cómo puedo pagarte esto que haces por mí?

- Digamos que ahora me debes un favor.

Gonzalo asintió mientras se tocaba el pecho con el puño cerrado.

- Hecho, haré lo que sea, te doy mi palabra.

La joven empezó a quitarle el mejunje con la hoja de alguna planta que Gonzalo no conocía, pero que sin duda funcionaba, pues no se sentía ya tan molido.

- Por ahora no necesito nada. Ya te avisaré cuando esto cambie.

Isabel le invitó a pasar aquella noche allí. Gonzalo se alarmó, ante todo porque aquella mujer no tenía marido y temía que los vecinos creyesen que era alguna clase de amante (cosa que no le acabó de disgustar), sin embargo su cuerpo se negaba a funcionar, así que aceptó la oferta.

No hablaron apenas durante el resto del día, quizás porque ella era callada, quizás porque respetaba su dolor y no quería molestarle. Sea como fuere, Gonzalo agradeció que no le forzaran a hablar y pudo dormir.

El día siguiente despertó e Isabel no estaba en la casa. Llegó a pensar que había soñado aquello, pero vio la bolsa con “su” dinero y a sí mismo vistiendo la ropa del hermano de Isabel. Con la vista recuperada, los huesos doloridos pero funcionales y ganas de, al fin, terminar, salió a la calle. Qué tontería, pensar que lo había soñado…

Pero no fue hasta que se encontró con la puerta del monasterio que sintió la extrema necesidad de apartar sus ideas de Isabel y dar gracias a Dios. ¿Quién lo diría? Había marchado hacia Granada con las tropas del rey, con el propio infante a la cabeza, para caer en la trampa de unos infieles, sobrevivir donde tantos miles habían perecido y había vuelto a casa. No cabía duda, Dios le había salvado porque aún no había llegado su momento, sin duda Él deseaba que Gonzalo hiciese algo. El joven estaba dispuesto a esperar su mensaje.

Cuando se disponía a acceder al recinto, el relincho de un caballo antecedió a la carga que pronto estuvo cerca de echarle al suelo. Un equino cargado de su jinete cruzó ante él y dio media vuelta, tal vez para que el jinete viera si había matado a un hombre o un cerdo que se cruzara por allí.

- Esto sí que es una coincidencia.- dijo el caballero.

Gonzalo miró y le pareció reconocer a quien le hablaba. Éste acercó a su caballo al joven y, ya más cerca, mostró su cara abiertamente.

- Tú luchabas en Moclín.

Cuando le reconoció no pudo evitar abrir los ojos de par en par.

- ¡Don Lope de Lerma!- Gonzalo se arrodilló y besó los estribos de Lope.

- Creí que habías muerto en aquella funesta batalla… ¿Gonzalo?

- Sí mi señor, Gonzalo, señor.

El pobre hombre no cabía en sí de gozo. No pensó en que Lope lo dejara al amparo de los infieles, tampoco en que el caballero montara a caballo y él se hubiese cruzado dos reinos a pie. Pensaba que había llegado a casa.

- ¿Y dónde vas ahora, mi buen Gonzalo? ¿Ya no hay batallas?

- Voy a casa, señor. Aún no he visto a mi padre, quiero que me dé sus bendiciones. Ya no tengo por qué luchar.

Como si de un rayo se tratara, una idea cruzó por la mente de Lope.

- Y dime, mi querido compañero, ¿nunca has pensado en convertirte en escudero de un caballero? Quién sabe, quizá un día el caballero acabes siendo tú.

Gonzalo sintió que el corazón se le saldría por la boca de júbilo. Sin duda Dios le compensaba por sus hazañas.

- ¿Yo? ¿Escudero? ¿De quién?

Lope de rió exagerada y falsamente.

- ¿De quién, si no? ¡Mío!

Aquel joven hijo y nieto de labriegos, aún con las rodillas en el suelo, volvió a besar los estribos de su superior con mayor fruición.

- ¡Nada me honraría más!

Lope celebró su buena suerte. Acababa de terminar su conversación con don Pelayo mientras las doncellas se llevaban a su hija y él marchaba con tareas que cumplir. Ya había terminado la primera: tenía un escudero.

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El próximo lunes, más.

lunes, 29 de agosto de 2011

Soberbia V (1/2)

-V-

De tanto caminar sin apenas descanso llegaron a formársele y reventársele tres ampollas en un pie y una cuarta en el otro, pero, ¿qué demonios? Tenía ganas de volver a casa.

Gonzalo fue abandonado a su suerte en Moclín (“El desastre” había oído que le decían), en medio de una masacre en la que, casi seguro, iba a encontrar la muerte y no a su hermano, que era lo que había ido a buscar. Que, por cierto, nuevamente seguía sin tener noticias de él.

Después de que Lope, Dios le bendiga, le dejara a su suerte, se enzarzó en un cruento combate con un moro. El intercambio de golpes fue tal que Gonzalo terminó con la cara ensangrentada, tanto por su líquido vital como por el del contrario, mientras que la cabeza de su enemigo acabó siendo convertida en pulpa. Aprovechando su estado y la cantidad de cadáveres que se iban apilando, Gonzalo decidió echarse al suelo y fingir ser uno de los tantos muertos. Con un poco de suerte, los granadinos no irían a rematar a los heridos y él podría esperar.

Y tanto que esperó. Casi un día entero estuvo echado en el suelo mientras veía correr las ratas y planear a las moscas alrededor suyo. Más de un roedor había intentado morderle creyéndole parte del manjar, pues a muerto olía, pero el correr de la sangre por las venas no les gustaba, le faltaba un toque a cadáver que no acababa de gustarle. Debo estar soso, pensó Gonzalo.

Se levantó cuando no le pareció oír a nadie por los alrededores y empezó a correr hacia el norte. No tenía ni idea de dónde se encontraba, pero sabía que hacia el sur solo encontraría más infieles, y al norte estaba su tierra.

Cuando, tras mucho andar, pisó por fin tierra cristiana empezó a preguntar más concretamente hacia dónde se tenía que dirigir y con un poco de inventiva y un mucho de suerte consiguió llegar a Madrid, donde pudo permitirse pernoctar una noche en un mullido jergón a cambio de trabajar unas horas removiendo heno. Aquel descanso le dio fueras suficientes para encaminarse, sin cuartel, hacia el norte.

Sin embargo, tras tantos días de camino (y unos pocos montado escondido en algún carro), llegó a Aranda de Duero con el corazón en la boca y los pies convertidos en finas láminas de pergamino con líneas de sangre donde debiera haber tinta. Sabía que le faltaba poco para llegar a Santa María del Madero, donde su familia estaría esperándole con los brazos abiertos y su azada con el mango frío. Pero aquella noche tenía que parar otra vez o moriría desfallecido.

Gonzalo se paseó por Aranda buscando un lugar donde necesitaran mano de obra rápida y barata, como hubo hecho en Madrid, pero no encontró nada. Los pocos hospicios no necesitaban de nadie que no tuviese dinero, los mercaderes hacía rato que habían cerrado sus negocios y los niños se habían afanado en limpiar los escombros comestibles de las puertas de las casas, mientras las prostitutas empezaban a tomar las calles situándose en lugares estratégicos, como si fuera obra de un comandante disponiendo sus tropas. Aquella noche tocaba dormir al raso, por lo visto.

Había visto una cuevecilla cercana al río que bien podría servirle de cobijo si no la ocupaba ya algún aventajado que también conociese el lugar. Gonzalo miró a su alrededor y se percató que pocas personas deambulaban sin destino como él, de modo que lo desechó, seguro que habría alguien que ya estaría allí acomodándose para la fresca (y qué gloriosa) noche arandina. Pese a ello, y puesto que no tenía ningún lugar mejor donde dirigirse, pensó que iría a comprobarlo.

La putada era, pensaba, que ya ni se acordaba de por dónde era. Y era cierto, por más vueltas que daba ya no encontraba aquel hueco en la pared del río. Más de una vez pensó que veía el lugar, pero la noche cada vez era más oscura y el desconocimiento de la ciudad se notaba. Cansado de buscar decidió que la puerta de la iglesia sería su cobijo, no del tiempo, sino de los niños cabrones que se dedicaban a joder a quienes dormían en la calle dándoles patadas y echándoles mierdas de perro por la cabeza. En la iglesia igual no se atreverían. Él, cuando era niño, nunca se atrevió.

Buscando, ahora, la iglesia, se metió por una callejuela que zigzagueaba. Delante suyo, a cierta distancia, un hombre con apariencia de haber bebido bastante vino también zigzagueaba acompañando el camino. Tal vez así, para él, sea una línea recta, pensó Gonzalo con sorna.

En ese momento, y cuando la noche ya era prácticamente profunda, el joven vio cómo de la nada saltaba un hombre desharrapado. Algo portaba en su mano que Gonzalo no llegó a ver, pero poco le costó imaginar que sería un cuchillo o una daga. Agarró al hombre ebrio por la espalda mientras éste daba voces de “¡A mí la guardia! ¡Me matan!”. El atacante acuchilló el cuello del hombre, quien emitió un gorjeo como quien intenta vomitar su alma. Cayó al suelo cuan largo era y el misterioso asesino buscó entre sus ropas, hasta que encontró lo que buscaba: una bolsa de cuero. Y Gonzalo apostaría su vida a que estaba repleta de jugoso dinero.

Entonces el asesino levantó la cabeza y su mirada se cruzó con la del joven de Santa María. Lejos de lo que hubiese esperado Gonzalo, en su cara vio terror, sobretodo cuando el atacante se percató de que llevaba una espada en el cinto, la que usara en Moclín. Una rápida idea le cruzó la mente: ahora o nunca.

Gonzalo echó a correr tan rápido como podía hacia aquel hombre harapiento, tan deprisa que éste no tuvo apenas tiempo de reaccionar. Gonzalo se lanzó en plancha y le tiró al suelo, aunque para entonces el asesino ya pudo darse cuenta de qué estaba pasando. Por desgracia para el joven, aunque muerto de hambre, aquel hombre era hábil en el combate cuerpo a cuerpo a razón de lo mucho que había tenido que dar y recibir para comer. Los dos rodaron por el suelo mientras Gonzalo intentaba desenvainar su espada; el desconocido, por su parte, tomó la muñeca del joven y la giró con fuerza, haciendo que a éste se le cayese la espada al suelo. En un último arrebato, Gonzalo lanzó hacia atrás a su oponente, aprovechando para levantarse y poner distancia.

Durante el forcejeo en el suelo ninguno de los dos habían oído llegar a la guardia de Aranda, alarmada por los gritos del muerto. Éstos se toparon con la escena de un bandido al que ya conocían amenazando con una daga a un forastero indefenso. Y Gonzalo no era tonto.

- ¡Quiere matarme, como ha matado a ese hombre!

La guardia creyó sin ninguna duda las palabras de Gonzalo. El asesino, por su parte, se dio cuenta de que tenía todas las de perder. Con un rápido movimiento, golpeó a Gonzalo en la cara, haciéndole caer al suelo, y salió corriendo, seguido por los guardias al grito de “hijoputa”. Gonzalo se quedó, de nuevo, quieto y esperando, como si estuviera muerto. Cuando dejó de oír gritos se percató que había caído sobre algo duro. Levantó el pecho, miró y vio una bolsa que abrió con dos dedos temblorosos, y por Dios que había acertado que estaba repleta de monedas. Aquella noche iba a dormir como un rey.


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Ahí queda la primera parte del quinto capítulo. El segundo lo publicaré este miércoles, está escrito, pero, como dije, para mejor lectura lo pongo en partes. Por cierto, no hace alta tener cuenta de blogger para comentar, así que, como siempre, admito críticas, comentarios, propuestas indecentes, etecé, etecé, etecé.

PD. No me había olvidado de él. Gonzalo powah!

lunes, 22 de agosto de 2011

Soberbia IV

-IV-

El aburrimiento del monasterio era solo comparable con el que sentía en aquel hospicio. Menos mal que Beatriz traía consigo escondidas unas cuantas muñecas. Su padre le había prohibido que siguiese jugando con aquellas personitas de trapo pintarrajeadas, tenía que empezar a mostrarse como la mujer que era después de que hubiese empezado a sangrar ahí abajo.

Mientras jugaba, la niña emitió una pequeña risita. Cada vez que pensaba en cómo se llamaba “aquello” le venían ganas de reír. Por suerte para ella, estaba siempre acompañada de sus doncellas: Marta y Julia, dos mujeres entradas en años cuyos cuerpos empezaban a mutar según los cánones de la menopausia, y su favorita, Elvira, apenas unos años mayor que ella, pero ya casada con un rico comerciante de caballos.

¡Casamiento! Ella tendría que casarse en breves. Había aprendido a bordar, a criar niños pequeños probando con hijas de sirvientas, incluso una de ellas le había pasado un libro sobre una mujer que le daba flores cerradas a un caballero y con el calor de su mano éste las abría. No llegó a entender de qué trataba.

Sus muñecas también se casaban, igual como tendría que hacer ella. Sin embargo, lo hacían en secreto. Sus padres le habían prohibido que tuviese muñecas con forma de hombre para que así no jugase con su pene. ¡Pene! Beatriz volvió a reír. De este modo, la niña tenía que hacer que dos muñecas mujer se casasen entre sí, cosa que no sabía si se podía hacer, pero era eso o nada.

Su padre y los amigotes se habían quedado en la hospedería del monasterio para recibir a un tal Lope de nosedónde, pero ella, como era una mujer, no podía estar allí por mantener el decoro del monasterio. Menuda tontería. Aunque ¿para qué? No quería ir al monasterio, seguro que su padre iba a exhibirle ante ese Lope como los granjeros muestran a sus cerdos en el mercado.

- Doña Beatriz- su doncella Elvira se acercaba hacia ella con parsimonia, sabía que no había que interrumpir bruscamente a la señora-, ya es la hora. Vuestro padre os reclama.

Beatriz ya había sido vestido, solo tenía que levantarse del suelo donde jugaba, arreglarse un poco el vestido y marchar hacia el monasterio, pero al levantarse sintió cómo su cuerpo estaba de pie, pero su mente ascendía poco a poco. Un leve mareo la hizo zozobrar; suerte fue que Elvira estuviera a su lado para darle su brazo en apoyo.

- ¡Señora! ¿Os encontráis mal?

La niña entornó los ojos mientras su cabeza volvía a funcionar correctamente.

- No es nada, Elvira. Ayer empecé a sangrar otra vez.

La doncella asintió con complicidad. Sabía que el periodo podía acarrear, amén de dolores en la barriga, malestar general y punzadas en la cabeza.

- No os retraséis, pues; mi señor Pelayo os quiere presentar a un valeroso joven, ¿qué nervios, no?

Las tres doncellas rodearon a la niña mientras caminaban por las callejuelas de Santo Domingo de Silos en una petulante excursión. Vestían, sobretodo Beatriz, bisutería traída de Toulouse, cruzando los Pirineos, que dejaban embelesados a los simples habitantes del pueblecillo.

Las puertas del monasterio se mostraron para Beatriz como los portones de las fortalezas que conquistaban los caballeros de las historias, aunque en esta ocasión, ella no penetraba victoriosa las murallas, sino que lo hacía como los cautivos. Algo en el aire se lo decía: aquella ocasión era distinta. Su padre la había mostrado ante muchos caballeros de distintas edades y lugares, pero nunca había sentido nervios. Aquella vez era todo muy al contrario; aun sin ver a su posible pretendiente algo de dentro le decía que la iba a comprar, si no, ¿a qué tanta espera? ¿Para qué pasarse tanto tiempo en aquel monasterio aburrido, sino para encontrarle a la niña un marido válido?

Un monje las guió al refectorio donde, sentados en las mesas donde comían los monjes, estaban los caballeros amigos de su padre, el abad Miguel y un chico joven que no conocía, pero seguro era al que llamaban Lope de… donde fuera.

- Oh, aquí está mi hija- dijo don Pelayo cuando vio entrar a la comitiva-. Podéis ver que no os engañaba cuando decía que su belleza era cautivadora.

Beatriz se sentó al lado de su padre, rodeada por las doncellas creando un muro inquebrantable a su alrededor. Con una serie de rápidos vistazos escrutó a Lope. Era guapo, o ella quería creer que era guapo (aún no tenía muy claros los gustos sobre los hombres, pues nunca se lo había planteado), y, por lo menos, calculó, tendría diez años más que ella. Se percató que él no le quitaba los ojos de encima, en cuyo interior ardía un brillo que no supo reconocer, pero las mentes más maduras de sus sirvientas interpretaron como deseo.

- Si no os importa, acabemos con esto. Me estoy cagando.

El barón de Santa María del Madero, tal vez por la familiaridad de encontrarse con sus compañeros, tal vez por la senilidad, se había mostrado esos días más villano y menos noble.

- Mírame, chico- dijo-, me has demostrado que quieres acceder a la Orden, eres de familia castellana vieja…

- Por Dios que sí.

El barón levantó una mano.

- No me interrumpas con blasfemias, menos aún en la casa de Dios.

Lope no dijo nada.

- Me has obsequiado regalos, también al monasterio con ese libro tuyo tan… maravilloso y tus tres hijos.

¡Tres hijos! Aquel comentario no pasó de largo a Beatriz y sus doncellas. ¿Aquel hombre tenía ya tres hijos? ¿Y su padre quería que se casara con ella para tener más? ¡Le partirían la barriga! Su… cosa era incapaz de parir niños, eran muy grandes para que saliesen por… ahí.

- Sin embargo, eso no te permite entrar en la Orden.

La cara de Lope se volvió pálida. ¿Qué demonios era aquello? Cuando le llegó el mensajero diciéndole que había unos caballeros de la Orden de Santiago en Santo Domingo de Silos que pedían su presencia, prontamente pensó que habían reconsiderado su solicitud, más cuando se enteró que la Orden no iba a desaparecer gracias a la pronta reacción del rey. ¿Que no iban a nombrarle miembro?

- No lo entiendo, mi barón.

- Tus obsequios- uno de los otros caballeros habló por él-, aunque valiosos, de poco nos sirven a nosotros. ¿Un libro y tres bebés monjes? ¿Para qué queremos eso? Y en cuanto a tu valía…

- ¡Luché en Granada!

- Huiste del desastre de Moclín, que no es lo mismo. No cuentas con victorias, joven.

- Por no hablar de que no estás casado.- dijo el otro desconocido.

Inmediatamente Lope señaló a Beatriz.

- ¡Me casaré con ella!

Todos esperaban que hiciera eso, incluso Pelayo, a quien no le hacía gracia, pero sabía que tenía que hacer su papel mientras encontraba otro candidato mejor.

- Mi hija no se obtiene solo con una señal de dedo.

- ¿Queréis oro? Tengo, y mucho. También una casa en Santa María del Madero y otra en Lerma, de mi padre, y que algún día heredaré. Soy fértil, puedo daros nietos fuertes, podéis ver a mis hijos, nunca han estado enfermos. ¿Qué más queréis?

Los caballeros se miraron entre sí, recayendo sobre Pelayo el peso de los acontecimientos.

- La Orden y sus recursos han quedado en extremo mermados tras la gran derrota de Moclín que tan bien conocéis.

Lope sentía que los jugos gástricos le subían por la garganta cada vez que le echaban en cara lo que pasó en Moclín, ¡ni que él tuviese la culpa!

- Proporcionadnos treinta caballos y combatid en alguna batalla contra los infieles en nombre de Santiago, salid victorioso y regresad.

- ¿Treinta caballos? Muchos me pedís, don Pelayo.

El caballero rió con cierto deje de burla.

- Bueno, decíais que teníais oro, ¿no? Proveeos un escudero que os acompañe y solo entonces, cuando todo esto lo hayáis cumplido, podréis casaros con mi hija.

- ¿Y entonces?

- Entonces podréis formar parte de la Orden de los Caballeros de Santiago.- concluyó uno de los desconocidos.

Lope suspiró, tenía por delante una tarea difícil, pero tenía que cumplirlo si deseaba ser caballero. ¿Un escudero? ¿De dónde iba a sacar él uno?

Beatriz, por su parte, sentía cómo la sangre le subía a la cabeza y, de repente, le bajaba a los pies, para nuevamente volver a empezar. Así durante toda la conversación. Aquel iba a ser su marido, siempre y cuando volviese de las batallas y regalase los caballos a su padre. Sabía que no podía decir nada, pero le hubiese gustado poder quejarse. Ella no quería que las cosas fuesen así, ella quería irse a jugar con sus muñecas e imaginar un mundo en que las mujeres se comprendían entre sí y podían casarse, sin necesidad de hombres que las comprasen y vendiesen como mercancía.

Los caballeros se levantaron, y uno de ellos tocó el brazo del barón.

- Álvaro, ya hemos terminado.

El barón miró hacia sus calzones y se encogió de hombros.

- Me da igual, ya me he cagado encima.

Don Pelayo también se levantó y se apresuró en dar media vuelta para marcharse antes de que Lope pudiese hablar con él, pero cuando indicó con un gesto a su hija que lo siguiese, ésta cayó al suelo mientras intentaba levantarse de la silla.

- ¡Beatriz!

Las doncellas la levantaron antes de que el caballero llegase a tocarla, bajo la atenta mirada de Lope.

- ¿Qué te pasa?- le preguntó, y giró la cabeza a las doncellas- ¿Qué le pasa?

- Mi señora Beatriz está teniendo cosas de mujeres- respondió Julia, una de las mayores-; es normal que se sienta débil.

Mientras tanto Lope pensaba que aquella niña podría, al fin, ser su mujer. Y volvió a imaginar su cuerpo desnudo, blanco y pequeño como lo imaginó el primer día que la vio en Santa María del Madero. De nuevo la excitación de su miembro se agitó entre los calzones, hasta que otro pensamiento acudió a su mente. ¿Y si la niña era enfermiza? ¿Y si también moría, como la anterior?

Sin embargo, este pensamiento no llegó a preocuparle. Si moría como la otra, le habría dado tiempo a casarse con ella, entrar en la Orden, tirársela varias veces y seguir con su viva y su dote heredada mientras ella se iba a dormir con los gusanos. Así él podría casarse por tercera vez. La idea no llegó a desagradarle.


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Como dije, esto sigue a partir de ahora en el blog, todos los lunes (salvo ocasiones especiales) nuevo capítulo. Si éste fuera largo y tuviera que partirlo, como he hecho en otras ocasiones, lo iría añadiendo en una misma semana, llegado el momento lo diré.


Soy consciente de que he ido introduciendo muchos nombres y muchos personajes. Actualmente estoy leyendo "La cúpula" de Stephen King, una libro, según sus propias palabras, "muy ambicioso". Creo que me toca decir lo mismo. Salegia es muy ambicioso, si todo va como quiero que vaya. Voy a hacer lo mismo que King en su libro y voy a poner una lista de los nombres que han salido y quiénes son, tanto principales como secundarios.


Y, como siempre, recuerdo que acepto comentarios, críticas, sugerencias, testamentos y un largo etecé, pues para eso publico aquí, para que opinéis según escribo. JRASIAS DE HANTEBRASO.


- Beatriz Peláez, niña noble burgalesa.

- Elvira Díaz, doncella de Beatriz con conocimientos herbolarios, natural de Sto. Dgo. de Silos.

- Fernán Rodríguez, monje del monasterio de Sto. Dgo. de Silos, gran labor como copista y especialista en lengua árabe.

- Gonzalo, labriego natural de Sta. María del Madero, metido a soldado para buscar a su hermano Jorge, desaparecido.

- Isabel Rodríguez, hermana del monje Fernán. Mujer solitaria con fama de bruja.

- Lope de Lerma, hijo de Sixto el boticario, viudo, aspira a formar parte de los Caballeros de Santiago.

- Diego, César y Carlos, trillizos, hijos de Lope de Lerma regalados al monasterio.

- Pedro de la Peña, conocido como Miguel, abad del monasterio, edad madura.

- Roque López (aún no ha aparecido), marido de Elvira, comerciante.

- Álvaro Fernández, barón Sta. María del Madero, senil, caballero santiaguista.

- Don Pelayo, padre de Beatriz, caballero santiaguista.

- Mateo, monje copista de Sto. Domingo de Silos, enfrentado con Fernán.

jueves, 18 de agosto de 2011

Recuerdo el día en que me preguntaste

Recuerdo el día en que me preguntaste

Por qué gusto yo de escribir poesía.


Diría que, humano, siento gran empatía

Con desfavorecidos, y así mi voz colmada

Con sus quejas a sordos oídos llegaría.


Pero el mentir no es cosa de mi agrado;

No es lo social mi causa de escritura.


Prefiero entretejerme entre las soldaduras

De lo antiguo y lo nuevo, un encuentro perfecto

Entre los “garcilasos” y la poesía pura.


Hoy, que la información llega a agobiarnos,

Insensibles somos, nada nos exalta.


Confieso mis pecados, admito las mis faltas.

Yo, que aprendí de Julio Alonso las bondades

De palabras rimadas, de palabras bien altas


De los “gongoristas” y “quevedianos”.

Esas son las rimas que quiero mías,


A sílabas contadas, ca es grant maestría,

No solo por tratar los temas elevados,

También por las acciones que vemos día a día.


¿Y cómo escribir esto que hoy invoco?

¿Espero a la musa como un amigo?


Jamás fui iluminado, yo la busco y le digo

Qué veo cuando la miro, qué siento si la escucho,

Y es esto, lo que siento, lo que a ella le escribo.


“Tú, áurea presencia en rosas bañada”,

Me incitan sus ojos, y eso le canto.


Y al alma de leyentes una semilla planto,

El germen de buscar a mis rimas sentido

Y hacer suyas y propias las causas de mi llanto.


Pero, di, ¿de qué estábamos hablando?

¿De por qué escribo yo poesía ahora?


No lo sé, solo soy ese joven que explora

Mares ya conocidos, y embargado de gozo

Se ríe cuando goza, y cuando goza llora.


¿Por qué escribo poesía? Dímelo tú.

Soneto XI

Volvemos a la carga


No es normal volar sin estar drogado.
No es normal cantar a musas que hieren.
No es normal, dicen, no es normal. Prefieren
prohibir pasear por las nubes colgado.

No es normal bailarle al agua extasiado.
No es normal desear ser mendigo. Quieren,
no es normal, coartar los sueños que fueren
semilla de utopía y su legado.

Normal es ser normal, como ellos son,
obligado a un triste cliché vivir,
planificando el tiempo por venir.

Yo invoco, de Plasencia, la canción:
"Dejadme de hablar, no me hacer reír.
La gente normal se podía morir".