miércoles, 31 de agosto de 2011

Soberbia V (2/2)

[Continua de la anterior]

Cuando amaneció sintió que no había hecho todos los kilómetros que llevaba a la espalda. Contó las monedas que le sobraban tras haber pedido una buena habitación, las guardó celosamente en la fina frontera entre el culo y los huevos, resguardado por los calzones, y volvió a los caminos.

La distancia entre Aranda y Santa María era bastante corta y ahora que veía el final tan cerca sentía que podía hacérselo en un abrir y cerrar de ojos. Era fácil, seguiría hasta el norte sin apenas desviarse hasta llegar a Santo Domingo de Silos, iría al monasterio a dar las gracias al santo por protegerle y después volvería a casa. Fácil.

Muy a su desgracia, la sensación de ligereza duró tanto como empezó a hacerse de noche y llegó la ya conocida pernocta al aire libre. Mientras buscaba un lugar apartado de los caminos y los asaltantes se juró a sí mismo que nunca jamás volvería a echarse a la aventura, que jodiesen a su hermano (de todas formas, él se lavaba las manos, le advirtió de los peligros que corría).

Cometió un error, uno de principiantes, y él, no le gustaba admitirlo, aún lo era. Antes de dormir, y confiado en que se encontraba cerca de casa, decidió hacer una pequeña fogata para calentar unas longanizas que había comprado con el dinero robado. Con la tripa llena y ganas de descansar, se echó a dormir sin siquiera apagar la lumbre. Cuando su sueño estaba en el mejor momento (iba montado a caballo por un valle y su montura estaba a punto de echarse a volar entre las nubes), un sonido cercano a su cabeza le despertó.

En un primer momento pensó que sería algún animal, un perro salvaje o un zorro (¿había zorros por allí en esa época?), pero cuando la conciencia fue haciendo acto de presencia, vio, so la tenue luz de la luna, que quien tomaba por animal no eran sino dos hombres, tan desarrapados como el de Aranda o él mismo, que rebuscaban entre sus pocas posesiones buscando dinero o comida. En un acto reflejo tomó su espada y mientras maldijo con voz gruñona, aunque, recién despertado y aún con pocas luces, solo pudo decir algo semejante a joputa. Uno de los ladrones cogió rápidamente la bolsa y se la guardó, ya la registraría con más tiempo, mientras el otro saltó sobre Gonzalo y empezó a darle patadas en el estómago y las pelotas. Poco tardó su compañero en unírsele dándole sendos puñetazos en la cabeza o, más bien, en los antebrazos mientras Gonzalo intentaba taparse la cara.

Tras un rato, se cansaron, pararon y salieron corriendo, pero Gonzalo ya no estaba.

El joven recobró la conciencia cuando la luz del sol empezó a molestarle a través de los párpados. Intentó incorporarse mientras notaba cada uno de sus huesos partidos por la mitad y magulladuras hasta en las pestañas. Para su desgracia, el último tramo de su viaje iba a durar más de lo planeado, si es que conseguía terminarlo. ¿Acaso Dios le había llevado hasta allí para matarle en su propia tierra? ¿Sería porque no querría verle enterrado en suelo desacralizado, sino en uno cristiano?

Se le olvidaron estos pensamientos cuando, tras casi un mes de viaje, logró discernir, a lo lejos, el contorno de Silos. Jamás lo admitiría, pero dejó caer una lágrima por una mejilla.

Cansado, abatido, destrozado… todo se le quedaba corto ahora que se encontraba casi en el final de su travesía. ¡Qué bonita era esa sensación de ver lugares conocidos! No podía evitar pensar qué habría ocurrido durante su ausencia, qué niños habrían nacido, qué adultos habrían muerto, si su amigo Pedro habría conseguido fornicar con la molinera, una viuda de grandes pechos que solían salir a tomar el aire muy a menudo. Pero no, se engañaba a sí mismo, estaba cansado, le habían dado una paliza, mental y físicamente agotado, y lo que era peor, se le borraba la visión para, poco a poco, empezar a ver esa luz de la que tanto hablaban.

Caminando como si cargara sobre sus hombros el peso de los pecados del mundo, anduvo por las callejuelas con la vista nublada por el cansancio y el dolor. Al principio buscó el monasterio, pero temiendo no sobrevivir al siguiente paso, decidió buscar una casa donde le acogieran para tomar un respiro.

Ayuda, pensaba, y siguió caminando.

Que alguien me ayude, por favor, sonaba fuerte entre las paredes de su cráneo.

Me muero, ¡ayuda!, como si por más fuerte que lo pensase alguien le fuera a oír más pronto.

En el último esfuerzo, notó que estaba rozando una puerta con los dedos, así que dio un empujón leve y habló, al fin.

- Necesito ayuda. Muero.

Unas manos calientes y firmes le agarraron por las axilas, le arrastraron por un suelo de tierra y le sentaron en una pequeña sillita. Gonzalo sintió que alguien hablaba, pero era como escuchar a alguien bajo el agua, semejante a un “blo-blo-blo” incoherente. Y, de nuevo, se fue.

El escozor ardiente de algo que tenía por el cuerpo le despertó. Miró hacia abajo y vio que no llevaba ropa (¡el dinero!), y que su piel, amoratada por los golpes, estaba recubierta de una pasta blanca allá donde mirara. Asustado buscó a su alrededor y vio que se encontraba en una pequeña casa repleta de potes de cristal, plantas de cultivo y diversas hierbas silvestres.

- No te muevas, la pasta tarda en hacer efecto.

Era una voz de mujer. Buscó a su interlocutora y vio a una mujer joven, atractiva (nada del otro mundo, pero en aquel momento se le presentó para él como un ángel) y de frondoso pelo negro.

- ¿Esta es tu casa?- preguntó Gonzalo, su voz sonaba más débil de lo que estaba acostumbrado.

- Esta es, sí. Y por suerte para ti, no ha sido tu féretro. Has estado bien cerca de morir.

Lo sabía, no hacía falta que se lo dijesen. La luz había desaparecido, había sobrevivido.

- Me llamo Isabel, y ya que estás en mi casa, podrías decirme quién eres.

Isabel se llamaba, qué preciosidad. Isabel como la madre de Juan el Bautista, que, estéril, fue capaz de parir gracias a la bondad de Dios. Un milagro, como milagro fue haberse encontrado con una mujer tan hermosa y hechizante como ella.

- Yo soy Gonzalo- pensó en callar, pero se envalentonó una vez empezado y continuó-, soy de Santa María del Madero y vengo de luchar con el infante Sancho en Granada.

Gonzalo calló nuevamente, contemplando a su salvadora mientras ésta echaba un ojo a aquello que le había untado por el cuerpo.

- ¿Eres una curandera?

Isabel le miró con expresión divertida.

- Más o menos, sí. Esto ya está cicatrizando; te han dado una buena paliza, Gonzalo.

La paliza volvió a recordarle que estaba desnudo, y esto que no sabía dónde estaba su dinero. Isabel, como si supiera en qué estaba pensando, le tiró una manta.

- Toma, tápate. Buscaré si aún me queda ropa de mi padre o de mi hermano. Y no te preocupes por tu dinero, no me interesa.

- Entonces, ¿cómo puedo pagarte esto que haces por mí?

- Digamos que ahora me debes un favor.

Gonzalo asintió mientras se tocaba el pecho con el puño cerrado.

- Hecho, haré lo que sea, te doy mi palabra.

La joven empezó a quitarle el mejunje con la hoja de alguna planta que Gonzalo no conocía, pero que sin duda funcionaba, pues no se sentía ya tan molido.

- Por ahora no necesito nada. Ya te avisaré cuando esto cambie.

Isabel le invitó a pasar aquella noche allí. Gonzalo se alarmó, ante todo porque aquella mujer no tenía marido y temía que los vecinos creyesen que era alguna clase de amante (cosa que no le acabó de disgustar), sin embargo su cuerpo se negaba a funcionar, así que aceptó la oferta.

No hablaron apenas durante el resto del día, quizás porque ella era callada, quizás porque respetaba su dolor y no quería molestarle. Sea como fuere, Gonzalo agradeció que no le forzaran a hablar y pudo dormir.

El día siguiente despertó e Isabel no estaba en la casa. Llegó a pensar que había soñado aquello, pero vio la bolsa con “su” dinero y a sí mismo vistiendo la ropa del hermano de Isabel. Con la vista recuperada, los huesos doloridos pero funcionales y ganas de, al fin, terminar, salió a la calle. Qué tontería, pensar que lo había soñado…

Pero no fue hasta que se encontró con la puerta del monasterio que sintió la extrema necesidad de apartar sus ideas de Isabel y dar gracias a Dios. ¿Quién lo diría? Había marchado hacia Granada con las tropas del rey, con el propio infante a la cabeza, para caer en la trampa de unos infieles, sobrevivir donde tantos miles habían perecido y había vuelto a casa. No cabía duda, Dios le había salvado porque aún no había llegado su momento, sin duda Él deseaba que Gonzalo hiciese algo. El joven estaba dispuesto a esperar su mensaje.

Cuando se disponía a acceder al recinto, el relincho de un caballo antecedió a la carga que pronto estuvo cerca de echarle al suelo. Un equino cargado de su jinete cruzó ante él y dio media vuelta, tal vez para que el jinete viera si había matado a un hombre o un cerdo que se cruzara por allí.

- Esto sí que es una coincidencia.- dijo el caballero.

Gonzalo miró y le pareció reconocer a quien le hablaba. Éste acercó a su caballo al joven y, ya más cerca, mostró su cara abiertamente.

- Tú luchabas en Moclín.

Cuando le reconoció no pudo evitar abrir los ojos de par en par.

- ¡Don Lope de Lerma!- Gonzalo se arrodilló y besó los estribos de Lope.

- Creí que habías muerto en aquella funesta batalla… ¿Gonzalo?

- Sí mi señor, Gonzalo, señor.

El pobre hombre no cabía en sí de gozo. No pensó en que Lope lo dejara al amparo de los infieles, tampoco en que el caballero montara a caballo y él se hubiese cruzado dos reinos a pie. Pensaba que había llegado a casa.

- ¿Y dónde vas ahora, mi buen Gonzalo? ¿Ya no hay batallas?

- Voy a casa, señor. Aún no he visto a mi padre, quiero que me dé sus bendiciones. Ya no tengo por qué luchar.

Como si de un rayo se tratara, una idea cruzó por la mente de Lope.

- Y dime, mi querido compañero, ¿nunca has pensado en convertirte en escudero de un caballero? Quién sabe, quizá un día el caballero acabes siendo tú.

Gonzalo sintió que el corazón se le saldría por la boca de júbilo. Sin duda Dios le compensaba por sus hazañas.

- ¿Yo? ¿Escudero? ¿De quién?

Lope de rió exagerada y falsamente.

- ¿De quién, si no? ¡Mío!

Aquel joven hijo y nieto de labriegos, aún con las rodillas en el suelo, volvió a besar los estribos de su superior con mayor fruición.

- ¡Nada me honraría más!

Lope celebró su buena suerte. Acababa de terminar su conversación con don Pelayo mientras las doncellas se llevaban a su hija y él marchaba con tareas que cumplir. Ya había terminado la primera: tenía un escudero.

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El próximo lunes, más.

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