lunes, 29 de agosto de 2011

Soberbia V (1/2)

-V-

De tanto caminar sin apenas descanso llegaron a formársele y reventársele tres ampollas en un pie y una cuarta en el otro, pero, ¿qué demonios? Tenía ganas de volver a casa.

Gonzalo fue abandonado a su suerte en Moclín (“El desastre” había oído que le decían), en medio de una masacre en la que, casi seguro, iba a encontrar la muerte y no a su hermano, que era lo que había ido a buscar. Que, por cierto, nuevamente seguía sin tener noticias de él.

Después de que Lope, Dios le bendiga, le dejara a su suerte, se enzarzó en un cruento combate con un moro. El intercambio de golpes fue tal que Gonzalo terminó con la cara ensangrentada, tanto por su líquido vital como por el del contrario, mientras que la cabeza de su enemigo acabó siendo convertida en pulpa. Aprovechando su estado y la cantidad de cadáveres que se iban apilando, Gonzalo decidió echarse al suelo y fingir ser uno de los tantos muertos. Con un poco de suerte, los granadinos no irían a rematar a los heridos y él podría esperar.

Y tanto que esperó. Casi un día entero estuvo echado en el suelo mientras veía correr las ratas y planear a las moscas alrededor suyo. Más de un roedor había intentado morderle creyéndole parte del manjar, pues a muerto olía, pero el correr de la sangre por las venas no les gustaba, le faltaba un toque a cadáver que no acababa de gustarle. Debo estar soso, pensó Gonzalo.

Se levantó cuando no le pareció oír a nadie por los alrededores y empezó a correr hacia el norte. No tenía ni idea de dónde se encontraba, pero sabía que hacia el sur solo encontraría más infieles, y al norte estaba su tierra.

Cuando, tras mucho andar, pisó por fin tierra cristiana empezó a preguntar más concretamente hacia dónde se tenía que dirigir y con un poco de inventiva y un mucho de suerte consiguió llegar a Madrid, donde pudo permitirse pernoctar una noche en un mullido jergón a cambio de trabajar unas horas removiendo heno. Aquel descanso le dio fueras suficientes para encaminarse, sin cuartel, hacia el norte.

Sin embargo, tras tantos días de camino (y unos pocos montado escondido en algún carro), llegó a Aranda de Duero con el corazón en la boca y los pies convertidos en finas láminas de pergamino con líneas de sangre donde debiera haber tinta. Sabía que le faltaba poco para llegar a Santa María del Madero, donde su familia estaría esperándole con los brazos abiertos y su azada con el mango frío. Pero aquella noche tenía que parar otra vez o moriría desfallecido.

Gonzalo se paseó por Aranda buscando un lugar donde necesitaran mano de obra rápida y barata, como hubo hecho en Madrid, pero no encontró nada. Los pocos hospicios no necesitaban de nadie que no tuviese dinero, los mercaderes hacía rato que habían cerrado sus negocios y los niños se habían afanado en limpiar los escombros comestibles de las puertas de las casas, mientras las prostitutas empezaban a tomar las calles situándose en lugares estratégicos, como si fuera obra de un comandante disponiendo sus tropas. Aquella noche tocaba dormir al raso, por lo visto.

Había visto una cuevecilla cercana al río que bien podría servirle de cobijo si no la ocupaba ya algún aventajado que también conociese el lugar. Gonzalo miró a su alrededor y se percató que pocas personas deambulaban sin destino como él, de modo que lo desechó, seguro que habría alguien que ya estaría allí acomodándose para la fresca (y qué gloriosa) noche arandina. Pese a ello, y puesto que no tenía ningún lugar mejor donde dirigirse, pensó que iría a comprobarlo.

La putada era, pensaba, que ya ni se acordaba de por dónde era. Y era cierto, por más vueltas que daba ya no encontraba aquel hueco en la pared del río. Más de una vez pensó que veía el lugar, pero la noche cada vez era más oscura y el desconocimiento de la ciudad se notaba. Cansado de buscar decidió que la puerta de la iglesia sería su cobijo, no del tiempo, sino de los niños cabrones que se dedicaban a joder a quienes dormían en la calle dándoles patadas y echándoles mierdas de perro por la cabeza. En la iglesia igual no se atreverían. Él, cuando era niño, nunca se atrevió.

Buscando, ahora, la iglesia, se metió por una callejuela que zigzagueaba. Delante suyo, a cierta distancia, un hombre con apariencia de haber bebido bastante vino también zigzagueaba acompañando el camino. Tal vez así, para él, sea una línea recta, pensó Gonzalo con sorna.

En ese momento, y cuando la noche ya era prácticamente profunda, el joven vio cómo de la nada saltaba un hombre desharrapado. Algo portaba en su mano que Gonzalo no llegó a ver, pero poco le costó imaginar que sería un cuchillo o una daga. Agarró al hombre ebrio por la espalda mientras éste daba voces de “¡A mí la guardia! ¡Me matan!”. El atacante acuchilló el cuello del hombre, quien emitió un gorjeo como quien intenta vomitar su alma. Cayó al suelo cuan largo era y el misterioso asesino buscó entre sus ropas, hasta que encontró lo que buscaba: una bolsa de cuero. Y Gonzalo apostaría su vida a que estaba repleta de jugoso dinero.

Entonces el asesino levantó la cabeza y su mirada se cruzó con la del joven de Santa María. Lejos de lo que hubiese esperado Gonzalo, en su cara vio terror, sobretodo cuando el atacante se percató de que llevaba una espada en el cinto, la que usara en Moclín. Una rápida idea le cruzó la mente: ahora o nunca.

Gonzalo echó a correr tan rápido como podía hacia aquel hombre harapiento, tan deprisa que éste no tuvo apenas tiempo de reaccionar. Gonzalo se lanzó en plancha y le tiró al suelo, aunque para entonces el asesino ya pudo darse cuenta de qué estaba pasando. Por desgracia para el joven, aunque muerto de hambre, aquel hombre era hábil en el combate cuerpo a cuerpo a razón de lo mucho que había tenido que dar y recibir para comer. Los dos rodaron por el suelo mientras Gonzalo intentaba desenvainar su espada; el desconocido, por su parte, tomó la muñeca del joven y la giró con fuerza, haciendo que a éste se le cayese la espada al suelo. En un último arrebato, Gonzalo lanzó hacia atrás a su oponente, aprovechando para levantarse y poner distancia.

Durante el forcejeo en el suelo ninguno de los dos habían oído llegar a la guardia de Aranda, alarmada por los gritos del muerto. Éstos se toparon con la escena de un bandido al que ya conocían amenazando con una daga a un forastero indefenso. Y Gonzalo no era tonto.

- ¡Quiere matarme, como ha matado a ese hombre!

La guardia creyó sin ninguna duda las palabras de Gonzalo. El asesino, por su parte, se dio cuenta de que tenía todas las de perder. Con un rápido movimiento, golpeó a Gonzalo en la cara, haciéndole caer al suelo, y salió corriendo, seguido por los guardias al grito de “hijoputa”. Gonzalo se quedó, de nuevo, quieto y esperando, como si estuviera muerto. Cuando dejó de oír gritos se percató que había caído sobre algo duro. Levantó el pecho, miró y vio una bolsa que abrió con dos dedos temblorosos, y por Dios que había acertado que estaba repleta de monedas. Aquella noche iba a dormir como un rey.


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Ahí queda la primera parte del quinto capítulo. El segundo lo publicaré este miércoles, está escrito, pero, como dije, para mejor lectura lo pongo en partes. Por cierto, no hace alta tener cuenta de blogger para comentar, así que, como siempre, admito críticas, comentarios, propuestas indecentes, etecé, etecé, etecé.

PD. No me había olvidado de él. Gonzalo powah!

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