miércoles, 28 de septiembre de 2011

Querido lector, si es que existes. Me encuentro ahora mismo escribiendo para otros asuntos, por lo que Salegia está parada por el momento. Pero como no quiero detener el blog (porque me conozco y tengo mucho arranque y poco aguante), iré dejando los capítulos que sí puse en FB y no aquí.


En el nombre de Dios et de la Santa Madre, trasladar querría el livro que tenedes entre las manos, conosçido como Livro de los Siete Pecados Mortales. Son mandadas estas palavras por el sancto et auenturado abbat don Pero de la Penna, conosçido como Miguel, et escrito e trasladado por Fernán Rodríguez de Silos. Como diz el Livro de los engannos de las mujeres, quien bien faz nunca se le muere el saber et su ánima vive por los séculos. Ansí plazermeía contar et escriuir la ley de Ihesu Christo, que nos dio la su doctrina, et fabló de los pecados de soberuia, avarizia, luxuria, inuidia, gula, ira et açidia.

Sennor, tú que feziste a Xosé perdonar los sus ermanos que le dexaron en el reyno de Egipto. Tú, sennor, que diste fuego al abbat Sanct Antón para convatir el demonno. Tú, sennor, que guiaste al apóstol Sanct Iacobus en las Nauas de Tolosa contra omne infiel, dame graçia para fazer una obra digna de tu sanctidat por los siglos. Amén.

-I-

Hacía más bien poco que habían llegado a la Vega de Granada y Gonzalo era incapaz de acostumbrarse al calor veraniego del sur. Acostumbrado al constante frío de su pueblo natal, Santa María del Madero, justo al lado de Silos y Lerma, aquella sensación le parecía más bien digna del infierno. De hecho, creía que no se debería encontrar muy lejos de él.

En la iglesia había oído decir que el paraíso, el jardín de Edén, se encontraba en algún país remoto de oriente, pasado un río llamado Tigris. Él, ahora, estaba al sur de su querida Castilla, y sin duda estaba allí la boca del infierno, custodiada por los infieles de piel oscura.

Algunos meses atrás, el rey Alfonso X había convocado a los concejos en Badajoz. Todo el mundo sabía que la Iglesia le había recriminado, desde la muerte de su santo padre (pues tal era su nombre, Fernando III, el Santo), que dedicase más tiempo a las leyes y las poesías que a la Santa Justa de la Reconquista. El rey nunca le dio importancia a tales asuntos y siempre se había defendido con maestría. Aun con ello, no significaba que no se dedicase a la lucha en el sur. Por ello, en tal reunión, el rey ordenó que se preparasen tropas para una incursión a Granada.

En aquellos momentos, y siguiendo el mandato del monarca, se encontraban en Córdoba, a la espera de órdenes. Según parecía, el rey sufría algún tipo de dolencia y no iba a comandarles, pero sí lo iba a hacer su hijo, el infante Sancho.

Gonzalo creía que todo aquello que hacía el hijo del rey era una pantomima. Tras la repentina muerte del primogénito del rey, el infante de la Cerda, Sancho se había colocado en un buen lugar para heredar el reinado y continuar la tarea de su padre. Estas incursiones de reconquista de las tierras del sur le servían para obtener méritos a los ojos del anciano Alfonso, era un secreto a voces. Según había oído, el rey, cumpliendo la voluntad de su primer hijo, decidió nombrar heredero al primogénito de éste, pero los últimos méritos del infante Sancho le hicieron cambiar de opinión. La reina, partidaria de seguir con la voluntad primigenia, llegó a viajar hasta Xàtiva, donde rogó a su hermano Pedro III, rey de Aragón, que interviniese.

De todos modos a él no le importaban esas cosas. Gonzalo no estaba allí buscan-do fama o dinero, es más, nunca le habían atraído las aventuras que contaban los juglares sobre Alvar Fáñez y los grandes caballeros burgaleses. Él había ido allí por motivos personales.

Aquello que buscaba, a lo que tanto tiempo había seguido la pista, podía estar allí, en el sur, tan lejos de su hogar. Supo, por boca de unos jóvenes de Silos, que, desde Lerma, iban a enviarse soldados a favor del rey, comandados por Lope de Lerma, hijo de Sixto de Lerma. Sixto era un consejero fiel de don Álvaro Fernández, barón de Santa María del Madero, amén de un prestigioso boticario. Su hijo, de la misma edad que Gonzalo, unos veinte años, había sido precoz en todos los aspectos de su vida y se moría de ganas por luchar contra los infieles.

Y allí se encontraba él, junto con otros quince jóvenes de Santa María y Lerma, comandados por Lope. Si bien novato, se mostró como un capitán férreo en las pocas escaramuzas en que habían combatido, así como poco dado a la camaradería militar.

Aquel era, de hecho, uno de esos momentos. Habían plantado un campamento provisional mientras esperaban órdenes del rey. Una vez terminado, y calentados con el esfuerzo físico que suponía, los soldados se habían animado y necesitaban acción.

- Eh, Gonzalo –gritó un hombre desaliñado y sucio que formaba parte del grupo-, ¿por qué no nos traes algo para beber?

- Ya sabes lo que dicen de los animales cuando beben, se quedan ciegos, amigo.- respondió éste.

Las risas de los presentes, salvo del aludido, emergieron con rapidez, así como algunas burlas jactanciosas acompañadas de cómplices codazos. Los quince jóvenes que formaban la compañía de Lope de Lerma, así como el veterano Darío, con más batallas a la espalda que todos ellos juntos (y así lo certificaba su oreja mutilada y sus dedos, carentes de yema algunos) habían creado entre sí un breve, pero verídico, estatus de compañerismo.

- Venga, chico –intercedió Darío-, no le hagas enfadar. Estamos todos sedientos.

Gonzalo aceptó con un gesto de su cabeza la petición del veterano, si bien, al levantarse para buscar algún tipo de bebidas, se topó de frente con Lope de Lerma. Éste traía el rostro con gesto serio, aunque en sus ojos de color oscuro, como su pelo, brillaba un pequeño fulgor de emoción.

- ¿Dónde vas? –preguntó escuetamente a Gonzalo.

- A por unos odres, señor. Mis compañeros están sedientos.

Lope pasó una mirada rápida por la soldadesca a su cargo con cierto desprecio.

- Siéntate –ordenó a Gonzalo, y se dirigió después al resto-. ¿El rey nos da el honor de luchar en su nombre, contra los infieles, por la virtud de Jesucristo, y vosotros pensáis en emborracharos? -escupió en el suelo- Me dais asco.

Un rumor incómodo acompañó al silencio que dejaron las palabras de Lope. El joven no era un gran líder, tal vez en el futuro llegara a serlo, pero aún no, y los soldados tan solo le respetaban por ser él quien les proporcionara la soldada. Sobretodo Darío era quien más le costaba creer en él.

- Si estuvieseis pendientes de los acontecimientos, basura, sabríais que el rey nos ha elegido para una importante tarea.

Los ojos de los hombres se abrieron emocionados, necesitaban un poco de acción tras tanto tiempo ociosos.

- ¿De qué se trata?

- Venid conmigo.

Inmediatamente se levantaron todos y le siguieron. Si bien la excitación era suprema, Gonzalo no la compartía en su totalidad. No podía negar que le agradaba, en cierta manera, la sensación que le oprimía el estómago antes de enzarzarse en una pelea y la catarsis que le suponía en el momento. Pero él no era un guerrero, estaba allí buscando a Jorge, su hermano. Gonzalo trabajó desde niño en el campo, tal como lo habían hecho su hermano y sus padres durante generaciones. En sus ratos libres de infantiles juegos, los dos escenificaban ser grandes soldados como aquellos que solían mencionar los juglares. Un día, jorge decidió que aquella vida, la del caballero, le gustaba más que la del labriego y, desoyendo los consejos de su familia, se alistó para luchar contra los infieles.

No tardó en llegarles un mensajero anunciando que Jorge había sido tomado prisionero en el sur. Tras esto, y al ver el llanto de su afectada madre que ya creía muerto a su primogénito, Gonzalo aprendió, no sin esfuerzo, a domesticar el acero real y marchó a Burgos para, también, alistarse e ir en búsqueda de su hermano y traerle de nuevo a casa, vivo o muerto. No había tenido suerte hasta entonces.

Pronto pudieron divisar una ingente cantidad de soldados rasos, alrededor de mil, apostados frente a un hombre barbudo y engalanado con una bella armadura, con un tabardo níveo como una gélida mañana burgalesa, refulgente en el centro la cruz roja de los llamados caballeros de la Orden de Santiago. Ya le conocían, todo el mundo le conocía. Aquel hombre era Gonzalo Ruiz Girón, Maestre de la Orden y dirigente, so órdenes del rey y el infante, en aquella batalla. Su caballo, con un porte más regio que el del propio don Alfonso, era tiznado y musculoso.

A su lado, un hombre de rostro macilento, nariz alargada y piel morena, cargado solamente con un abultado zurrón, pasaba la mirada, intranquilo, por entre las huestes. No cabía duda, por sus rasgos, que se trataba de un granadino.

- Don Lope… ¿quién es ese?

El joven hidalgo respondió con un leve gesto de negación con la cabeza, sin apartar la mirada, asombrada, del nazarí. Ruiz Girón habló y les sacó de dudas.

- Valerosos soldados del rey, se os alaba y agradece el servicio que prestáis a la contienda contra el rey de Granada. Sin vosotros, nuestras fuerzas serían nulas y nuestra victoria imposible, y es por eso que me inclino ante vosotros.

- Algo quiere pedirnos que no es nuestro trabajo…- murmuró el viejo Darío.

- Pero no solo con batallas se ganan las guerras.- prosiguió Ruiz Girón.

- ¿Ves?- Darío guiñó un ojo a Gonzalo.

- Creemos que las provisiones que traíamos con nosotros han sido envenenadas, tras haber visto muchos casos de intoxicaciones entre nuestros soldados. Necesitamos restituirlas en gran número y cuanto antes, los infieles no pueden cogernos faltos de fuerza. Por ello, os envío a vosotros a hacer acopio de víveres: recolectad fruta, cazad cuantos animales encontréis.

- Mi señor –interrumpió un caballero leonés-, no conocemos la zona, podríamos caer en un campamento hereje de cabeza sin enterarnos.

- Lo sé –asintió Ruiz Girón-, por eso os acompañará este hombre- señaló al granadino que le acompañaba, y que empezó a sudar copiosamente-, Harum ibn Hassan. Vino a nosotros días atrás, renegando de su gente y su religión. Se ofreció como guía a cambio de conservar la vida, y eso es lo que hará.

Ruiz Girón calló, esperando que el granadino dijese algo, pero éste no abrió la boca cohibido por todas las miradas puestas sobre él.

- Cuando tengan suficientes víveres, iremos en su búsqueda un grupo de mis caballeros y yo, para protegerles en la vuelta al campamento. En marcha.

Pasadas tres horas ya habían recogido suficiente como para alimentar, durante un par de días como mínimo, al ejército bajo mínimos. Mientras no se resolviese si realmente habían sido envenenados los otros, y no avanzasen más en la batalla contra el rey Muhammad II de Granada, no podían adentrarse en los pueblos y ciudades para recaudar los impuestos sobre el pueblo conquistado y sus víveres.

Harum guiaba a las tropas y les indicaba las mejores zonas para recolectar y cazar algunos jabalíes. Rondaban cerca de un poblado que el moro llamó como Moclín cuando los de Santiago aparecieron para escoltarles al campamento. Ruiz Girón convocó a los capitanes de cada grupo, Lope entre ellos.

- ¿Ya tenéis suficiente para regresar?

- Tenemos poco, señor- explicó un toledano-, pero es lo único que podemos con-seguir sin arriesgarnos a que nos encuentren los infieles.

- Hablando de ello, ¿habéis tenido algún problema con alguno?

- Ninguno, señor. El guía nos ha mantenido alejado de todo núcleo de población.- acotó un zamorano.

- Perfecto, cuando regresen los exploradores nos iremos al campamento, los de-más soldados están hambrientos…

El rápido galope de un caballo ligero, montado por uno de los batidores santiaguistas, cortó las palabras del Maestre. Éste traía la cara sucia de tierra y, según creyó ver Lope, también sangre.

- Don Gonzalo, le traigo funestas noticias.- se apresuró a decir.

Ruiz Girón le miró desconcertado.

- ¿Qué ocurre? ¡Habla!

- Son ellos, nos han visto…

Un grito desgarrador les interrumpió. Sin saber cómo, un gran ingente de tropas de los infieles apareció de la nada enarbolando aquellas espadas curvas que utilizaban. Ruiz Girón desenvainó su hoja y fue en busca de su caballo para dirigir a los de Santiago. Lope, por su parte, sorprendido y sin saber cómo reaccionar, buscó con la mirada a su gente mientras los moros incrementaban su número con rapidez.

Y allí se encontraba Gonzalo, espada en mano y sin saber qué iba a hacer para salir de allí cuando un infiel se lanzó hacia él, con la ira de quien cree luchar por su dios inyectada en los ojos.

Gonzalo no se sintió asustado, no era su primera batalla, pero sí cauto, sabía que los infieles eran sanguinarios en las escaramuzas. Detuvo con facilidad la espada del granadino y devolvió con maestría el ataque. Gonzalo se percató que, aunque valiente, el infiel parecía novato, pues asía su espada de un modo precario. Solo tenía que golpear en el punto preciso… y así lo hizo. Gonzalo descargó con tal precisión su espada contra la del infiel que la de éste se quebró en varios trozos. Envalentonado, Gonzalo sesgó las tripas del moro, que se disponía a huir tras haber perdido el arma.

Una vez probada la sangre, es muy difícil olvidar su sabor, bien lo sabía el joven castellano. Sin atender a razones, tras esta primera víctima, Gonzalo batalló con cuantos granadinos se encontró, haciendo gala de su habilidad con la espada. Si ellos tenían a Jorge, les pasaría a todos a cuchillo hasta que le dijesen dónde.

En ese instante, las tropas granadinas dieron media vuelta y empezaron una fuga masiva. Algunos de los capitanes castellanos clamaban paciencia, pero los soldados estaban en pleno frenesí mortal, no eran capaces de pensar en estrategias improvisadas y corrieron tras los musulmanes. Recorridos unos kilómetros, el ejército moro dio media vuelta y les rodeó. Entonces los castellanos se percataron de su error. Los granadinos se lanzaron hacia ellos y les superaron con facilidad.

De pronto, Gonzalo oyó que alguien gritaba.

- ¡Han herido al Maestre! ¡Retirada!

Gonzalo no sabía qué hacer. La inferioridad numérica era más que clara, pero una retirada caótica significaría la muerte de todos ellos. Por suerte, alguien pensó como él.

- ¡Seguidme si no queréis perecer!

El joven miró a quien gritaba y vio a Lope, montado en un caballo cetrino, y completamente sucio de sangre.

Rápidamente, quienes le escucharon se pusieron a sus órdenes, entre ellos Gonzalo, e iniciaron una retirada tranquila, pero eficiente, y veían cómo otros, en la huída, caían so las armas de los infieles.

Mientras observaba, Gonzalo se percató que Harum, el infiel que les había guiado, intentaba esconderse y huir de los castellanos.

- Don Lope –dijo Gonzalo- allí está el traidor.

Los ojos del joven siguieron la trayectoria que le indicaba Gonzalo hasta que consiguió ver al guía.

- Ve a por él –ordenó-, ahora te sigo.

A Gonzalo, acostumbrado al esfuerzo físico, le bastaron dos o tres zancadas para llegar a la altura de Harum, quien le vio y reconoció.

- ¡Piedad!- clamó con fuerte acento mientras se echaba al suelo de rodillas.

- No hay piedad para los infieles, perro traidor.

Harum se puso a llorar mientras, por el suelo, se rasgó las vestiduras y empezó a arrancarse el pelo a puñados. Gonzalo levantó la espada con intención de rebanarle la cabeza, pero el granadino le detuvo.

- ¡No soy un infiel! ¡Mira!

El asustado Harum sacó de su zurrón una cruz y un libro de grandes dimensiones y bellamente ornado con filigranas de color dorado y plata.

- ¡Creo en Jesucristo redentor!- clamó más para sí que para Gonzalo.

El joven no sabía qué hacer. Harum daba signos de ser un cristiano converso, al fin y al cabo les había hecho de guía, pero… ¿y si fuese una trampa y no una coincidencia?

Entonces un sonido de cascos se hizo cercano y, tras un grito de “¡Blasfemo!”, Lope de Lerma sesgó el cuello de Harum, cayéndosele a éste la cabeza al suelo. Lope miró a Gonzalo y éste a Harum y al libro.

- ¿Qué es?- dijo el jinete señalando el magnífico tomo.

- No sé leer, mi señor… tal vez una Biblia, decía ser cristiano.

Lope pareció dudar un momento y alargó el brazo.

- Acércamelo.

Gonzalo obedeció. Cogió el libro de las manos aún calientes de Harum y se lo entregó a Lope, quien lo contempló primero antes de abrirlo. Cuando vio lo que había dentro, su rostro se tornó en una expresión de sorpresa. Sin duda estaba escrito en la impía lengua de los infieles pero, al contrario que sus libros, éste tenía imágenes y miniaturas y, en estas, demonios de mil maneras sometían a hombres y mujeres a los tormentos del infierno.

- ¿Qué hará con el libro, don Lope?- preguntó Gonzalo con inquietud.

Lope cerró el libro y miró a su alrededor, como cerciorándose que nadie había visto su contenido.

- Lo guardaré por ahora, hasta que me digan qué es. Por cierto… te llamabas Gonzalo, ¿no?

- Sí señor. Gonzalo, de Santa María del Madero.

Lope esbozó una pequeña sonrisa al oír de dónde era aquel soldado.

- Bien, Gonzalo. Serás recompensado por tus hazañas si logras salir de aquí.

Dicho esto, aguijó el caballo y salió al galope, dejándole solo y turbado.

Poco a poco el día avanzó y llegó la noche. La batalla de aquel día, que sería conocida como el Desastre de Moclín, contó con casi tres mil bajas castellanas. Gonzalo regresaba a casa sin su hermano, con una pequeña bolsa con unos pocos maravedís y, sobretodo, vivo. Y sin poder quitarse de la mente el libro de Harum.

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