martes, 4 de octubre de 2011

Soberbia II

Queridos lectores ausentes (vale, lo he copiado de otro blog, pero me hizo gracia y no miento), sigo ocupado con el concurso, estoy ultimando detalles, así que seguiré colgando los capítulos que sí puse en FB pero no aquí. Hoy vamos con el segundo. En un par de semanas, vuelta a la normalidad. Palabrita de niño Jesús.


-II-

Santa María del Madero, en aquella, su época de esplendor, bebía del río Arlanza y crecía en su ribera. Don Álvaro Fernández, señor de la baronía, quien la heredó de su padre otorgada por el difunto rey Fernando, gobernaba con mano de hierro, hecho que supuso la prosperidad del lugar a niveles nunca antes vistos.

Peregrinos de diversos lugares acudían allí a adorar la imagen que les había hecho famosos. Un viejo sacerdote ambulante trajo, en el pasado, rescatada de un templo que iba a ser saqueado a las afueras de Constantinopla, un fragmento de la Vera Cruz en la que había sido tallada una Virgen. El viejo dijo que la propia Madre de Dios le pedía residir allí para siempre, en la explanada castellana, sobre la que fue edificada Santa María del Madero.

Poco tardó en recibir a los orantes, creyentes y penitentes que, camino al monasterio de Santo Domingo, se detenían allí a adorar a la Madre de todos. Tal fue así que, no mucho tiempo después, los nobles de Burgos y Valladolid empezaron a celebrar allí grandes ceremonias y a dilapidar el dinero en pos de la creciente baronía, llegando a tomar la relevancia de otras localidades cercanas, como Lerma o Covarrubias. El propio Papa Nicolás III había expresado su voluntad de ir allí y bendecir la, sin duda, verdadera reliquia de la Santa Cruz, pero canceló su viaje, por malestar, se rumoreaba.

El fervor por ésta y por el dinero podía respirarse en el caluroso aire que les asediaba, como pocos años habían sufrido. Lope de Lerma, acompañado de don Sixto, su padre, conducía su caballo al trote hasta la pequeña fortaleza de su señor, don Álvaro.

Habían pasado varias semanas desde que luchara en Granada y su regreso no había sido tan triunfal como esperaba cuando se marchó. Desde entonces, no se había reunido con Álvaro Fernández. “Al menos no hasta que él te lo demande”, le decía su padre. Así fue hasta que, la mañana anterior, un mensajero del barón reclamó su presencia.

La vivienda del barón destilaba sobriedad, denotando su origen de emplazamiento sencillo llevado a tiempos de bonanza, solo con exquisitez en las zonas privadas del señor. Herreros, doncellas, peones y otros sirvientes campaban a sus anchas en un alarde de conformidad y bienestar con su señor. El propio Lope sintió cierta envidia, si bien no la exteriorizó. Sus sirvientes le habían abandonado poco tiempo atrás, tan solo quedándole el viejo camarero que le cediera su padre.

Fue, de hecho, el propio camarero del barón quien les recibió ante unas gruesas puertas de madera tallada.

- Don Álvaro les recibirá inmediatamente.

El ayudante de cámara se retiró por una puertezuela lateral, dejándolos solos y en silencio.

- Si la recepción es inmediata, algo malo debe haber ocurrido.- anunció Sixto a su hijo.

Lope tenía la misma sensación que su padre. El barón gustaba de hacer esperar a los visitantes por el placer de que éstos se deleitaran con la belleza de su fortaleza y su magnificencia como líder. Realmente, aquella sala era digna de admiración: arcos de herradura entrelazados, obra de un maestro toledano, circundaban la habitación, protegiendo unas escasas, pero estratégicamente colocadas, ventanas, que dirigían su luz hacia el portón. En él, se veía la imagen del emperador Constantino tallando sobre la Cruz, con sus propias manos, la reliquia del pueblo.

Mientras la miraba, la puerta se abrió y, de nuevo, les recibió el camarero, invitándoles a entrar.

Cuando cruzaban el umbral, un joven fraile de aviesa mirada y ropajes benedictinos salió del salón. Cuando Lope cruzó los ojos con los suyos, se percató que, bajo el brazo, llevaba un abultado libro, que se ocupó en guarecer con recelo, mientras agachaba la cabeza y se marchaba.

Tras él, al final de un haz de luz proyectado desde la ventana, don Álvaro Fernández, barón de Santa María del Madero, esperaba sentado en una silla, en cuyos brazos apoyaba los codos pesadamente, mientras sus dedos se mezclaban en el canoso bosque que era su testuz. Vestía, a diferencia de otras ocasiones, el uniforme cortesano de la Orden de Santiago.

Lope reparó en ese detalle. Si antes había tenido alguna duda de la seriedad del motivo por el que había sido llamado, ésta había desaparecido completamente.

Mucho tiempo atrás, la Orden de Santiago solo aceptaba miembros hijos de la alta nobleza que demostrasen ser castellanos viejos y fieles al patrón de España, como llamaba el rey Sabio a sus tierras. Sin embargo, pasado el tiempo, los prerrequisitos fueron haciéndose, cada vez, más flexibles. Lope era noble, hijo de noble, nieto de noble… y así hasta los padres Adán y Eva, amén de haber mostrado su valía y fe para con la Iglesia participando en la reconquista sureña. Don Álvaro, caballero santiaguista desde la juventud, le había prometido que sería su padrino y le conseguiría acceder a la Orden. Pero el joven, tras ver la expresión abatida de sus gestos, no supo qué pensar.

- Don Álvaro- empezó su padre-, aquí nos tiene, a mi hijo y a mí, como ordenó.

El barón no dio atisbos de haberle escuchado, y su mirada se perdió en el vació del suelo bajo sus pies. Lope, por su parte, jugueteaba nervioso con la tela del camisón que vestía.

Sixto insistió.

- Don Álvaro…

Finalmente, éste pareció escucharle, y levantó los ojos para reconocerle. Como si le hubiese entrado un demonio por el culo, el barón se levantó de la silla rápidamente, tanto que ésta cayó, hacia atrás, al suelo.

- ¡Por el amor de la Madre, Sixto! No vuelvas a darme esos sustos, no me gusta que entre nadie aquí a hurtadillas. ¿Acaso no te ha visto Jaime?

Lope y su padre se miraron. Por lo visto, el padre del joven ya había vivido alguna situación similar con su señor, pues tranquilizó a su hijo con la mirada, pero a éste aquello le pareció bochornoso: el gran barón de Santa María del Madero había envejecido de golpe y chocheaba.

- ¡Jaime! ¡Jaime!

El camarero del barón entró, casi corriendo, por la puertezuela que utilizara antes y se acercó al barón.

- ¿Qué ocurre, señor? Aquí me tiene.

- Jaime, ¿por qué no me has avisado que venían Sixto y el chico?

Éste sacudió la cabeza mientras dirigía miradas furtivas al boticario, cargadas de preocupación. Sixto pareció entender qué quería.

- Ha sido culpa mía, don Álvaro. Teníamos tanta necesidad de verle que no le hemos dicho nada a Jaime, hemos entrado aquí directamente.

Álvaro les miró, mientras en su cabeza las ideas se iban montando las unas sobre las otras, hasta que, al fin, asintió.

- Que se quede aquí conmigo, entonces. Tengo que contaros algo muy importante.

Fue como si, de repente, volviese la cordura a su mente. Sus ojos parecían ya conscientes de quiénes estaban allí y porqué habían sido llamados. En un alarde de habilidad aún no perdida, enderezó la silla caída con el pie y se sentó en ella nuevamente.

- Me han dicho que estuviste luchando en Granada, ¿no es así, joven?

- Así es.

Lope no sabía para quién estaba hablando ahora: si para el hombre prematuramente envejecido o para el férreo señor de la fértil baronía.

- Y participaste en la batalla de Moclín, ¿puede ser?

- Participé, señor.

El barón volvió a levantarse, y esta vez dio una patada a la silla de tal magnitud que rompió una de sus patas.

- ¡Estúpidos! ¡Necios!- se giró hacia el joven- ¡Gente como tú es la que nos condenará a caer ante los moros! Os dejasteis llevar de la mano de uno de ellos a una emboscada, arrastrando con vosotros a mis hermanos…

- Nosotros seguíamos órdenes…

El barón, rápidamente, abofeteó al joven con extrema velocidad y precisión.

- ¡No me interrumpas cuando hablo!

Éste caminó de arriba abajo de la sala mientras gruñía imprecaciones, hasta que se detuvo delante del boticario.

- Dime, Sixto, ¿acaso te ha contado tu hijo lo que pasó?

El hombre, sin apartar la vista del barón, asintió con la cabeza.

- Me ha contado cómo se quedaron sin víveres…

- ¡Bien!- le cortó Álvaro- ¡Perfecto! Dime, Lope… ¿cómo puede ser que os quedarais sin alimento?

- Alguien envenenó nuestras reservas.

El barón rió con amargura y reemprendió su paseo, obcecado en sus blasfemias susurradas.

- Mira lo que dice tu hijo, Sixto. Cuando las tropas del infante se deciden a atacar Granada, la comida que traen se manifiesta en mal estado. Dime tú, como boticario, ¿es posible que eso ocurra de modo natural?

- Es prácticamente imposible- respondió-. El ejército está acostumbrado a tales situaciones y la calidad de su comida es revisada y controlada.

- Significa eso, entonces, que alguien la envenenó, como apunta tu hijo, ¿no?

- Sí, don Álvaro.

- ¿Y por qué motivo podría alguien envenenar las raciones de un ejército?

El barón arrastraba las palabras para que padre e hijo sintieran una fuerte humillación, cosa que estaba consiguiendo. Lope se estaba poniendo rojo de vergüenza y rabia a partes iguales. ¡No era culpa suya! ¡Tan solo seguía las órdenes que le dieron!

- Tal vez quisiera causar molestias a los soldados durante el combate, hecho que les debilitaría, aunque se necesitaría mucho veneno para conseguirlo. La otra opción…

- ¿Sí, Sixto?- le incitó el barón.

El boticario prosiguió tras tragar saliva, sabiendo que el barón le estaba ganando.

- La otra opción es que envenenaran una pequeña parte de la comida y sembraran la discordia sobre el resto de los víveres obligando a los peones, soldados rasos y caballeros a conseguirlos nuevos y escoltarlos.

Don Álvaro abrió los brazos en señal de victoria.

- ¿Y qué hicieron los muy inútiles? ¡Caer en la trampa!

- ¡Seguíamos las órdenes del infante Sancho!

Lope interrumpió, nuevamente, al barón, no sin cierto temor de recibir otro golpe. Lejos de aquello, don Álvaro le miró con tristeza y abatimiento, y acercó su cara hacia él, hablándole en susurros, aunque suficientemente audibles para los demás.

- ¿Sabes cuánta gente murió en Moclín, chico? No, ¿verdad? Casi tres mil personas. Tres mil almas cristianas entre las que podrías estar tú, mi buen Lope. ¿Y sabes qué es lo peor?

El barón extendió la mano hacia su camarero, quien le dio un pergamino perfectamente enrollado, y lo lanzó al pecho de Lope para que lo leyese. Éste lo abrió y, con detenimiento (pues apenas sabía leer correctamente más que cuatro salmos y algún poema goliardo) descifró aquellos signos. Don Álvaro, viendo la imposibilidad del joven, se lo quitó de las manos.

- Don Gonzalo Ruiz Girón, Maestre de la Orden de Santiago, falleció hace unos días a causa de las heridas sufridas en la batalla, como se anuncia en este pergamino.

Sixto hizo el signo de la cruz mientras elevaba una pequeña oración por el alma del caído.

- Con él- siguió el barón-, han muerto la inmensa mayoría de caballeros relevantes de mi Orden, y ahora no quedamos más que una docena de fijodalgos dignos en ella.

Lope, aunque joven, no era tonto y empezaba a atar cabos. Los caballeros santiaguistas más importantes, y en edad de seguir empuñando una espada, se encontraban con el Infante Sancho en Granada, dispuestos a tomar la Vega y a anexionarla a las tierras de don Alfonso. Si habían muerto todos, inclusive el Maestre, la cosa se había descontrolado.

- Significa eso… que la Orden

- Sí, joven- el barón intentó sentarse, pero se percató que había roto la silla y permaneció de pie-. La Orden de Santiago va a desaparecer.

Lope sintió cómo la sala empezaba a girar y una fuerza que emanaba de su pecho y le atraía hacia el suelo golpeaba sus sienes con fiereza. Había hecho todo lo posible por ingresar en la Orden, había jurado lealtad, había luchado en nombre del rey Sabio, había viajado hasta Compostela para que el obispo le absolviera los pecados en nombre del santo… y todo eso no había servido para nada.

- ¿Qué va a ocurrir ahora, señor?- preguntó Sixto, tan preocupado como su hijo, pero con la templanza necesaria como para poder hablar al respecto.

El barón negó con pesar.

- No lo sé. El rey aún no ha dicho nada al respecto, tenemos que esperar su veredicto, pero el asunto pinta feo, amigo Sixto. Aquí solo quedamos don Pelayo el Bravo y yo. Un par más viven en Burgos, tres en Toledo y los otros aguardan sus órdenes en Uclés, donde está la sede de los míos.

- Pero… yo…

- Me temo que no podrás formar parte de la Orden, chico. Créeme cuando te digo que lo lamento.

El joven sintió cómo un cuchillo le desgarraba el pecho y sacaba su corazón para, después, pulverizarlo. Se había centrado tanto y desde tanto tiempo en ser un caballero de la Orden, que no podía hacerse la idea de que todo había sido inútil, que ya no lo lograría, por mucho que se esforzara, por muchos regalos que entregase… ¡regalos!

- Don Álvaro, le traje de Moclín un regalo, para la Orden

- ¿Un regalo? ¿Qué es? ¿Oro?

- Un libro, señor, ricamente adornado y arrebatado al sureño que nos dirigió a la trampa.

El barón lo desdeñó con un gesto de la mano.

- ¿Libros? ¿Para qué quiero yo libros? De hecho, acabo de darle uno de los míos a un monje que se ha ido hace un rato.

Sixto acercó la mano hacia el brazo del barón para cogerlo en señal de intimidad.

- ¿Quién era ese monje, don Álvaro?

Éste entrecerró los ojos, intentando recordar el nombre que le diera.

- Jorge. Sí, eso. Se llamaba Jorge, un novicio de Burgos. Se va de viaje al extranjero y, por lo visto, se enteró que yo tenía un libro de nosequé filósofo, así que me lo ha comprado. Tonterías, había pensado, de hecho, en quemar ese libro, no sé ni cómo llegó a mí.

Lope sentía que su padre disfrutaba las conversaciones sobre libros y filósofos, pero él no sentía más que dolor y pesar. En un último arrebato de fuerzas preguntó al barón qué podía hacer él en esa situación, pero éste creyó que se refería al asunto de su libro de regalo, no a la Orden, de la que su mente equilibrista ya se había olvidado.

- Dáselo a los monjes. A ellos les gustan esas cosas.

Acto seguido, y sin mayor protocolo, el barón los invitó a dejar su fortaleza. Una vez lejos de los oídos del barón, Lope sintió que la anterior impotencia se tornaba en ira, y esa ira luchaba por salir desde su boca.

- ¿Qué se supone que vamos a hacer ahora, padre?

Sixto se encogió de hombros mientras salía de la fortaleza del barón y buscaba las caballerizas.

- Lo más importante ahora, hijo, es mostrar nuestro apoyo al barón. Debe ver que, en los momentos de flaqueza, como este, estamos a su lado. Cuando lleguen tiempos de bonanza se acordará y nos recompensará.

- Pero ya le has escuchado- insistió Lope-, la Orden desaparecerá, ya no queda nadie.

Como si el cielo les escuchara, en ese momento el rumor de unos caballos no muy lejanos interrumpió su conversación. Un hombre, no muy mayor, pero sí con la apariencia de haber sido curtido en un campo de batalla, apareció ante la fachada de la fortaleza del barón. Éste era un hombre de frondosa barba negra, como negro era su ropaje, coronado con el rojo escudo de los caballeros de Santiago. Tras de sí, como compañía, llevaba un séquito formado por sirvientes.

De entre ellos, una persona llamó la atención de Lope. Era una niña de poco más de doce años, embutida en una fina túnica de seda acompasada con la frescura del verano que dejaba ver sus neonatas curvas y permitieron al joven imaginar cómo serían los pechos, aún en desarrollo. Los imaginó pequeños y puntiagudos, un pezón enorme y sonrosado que apuntaba hacia donde, más adelante, amanecería un bello busto. Lope no pudo dejar de sentir un hormigueo en sus calzas con estos pensamientos. Durante un breve instante sus miradas se cruzaron. La niña se tapaba con un velo de obediencia y castidad, aunque dejando ver la beatitud de su rostro infantil. Su piel era clara, muy blanca, y su pelo, ondulado en algunos mechones, marrón casi grisáceo, como el cuerpo de una encina. Remataba la belleza de sus rasgos y sus gruesos labios un lunar en su pómulo izquierdo.

- Don Pelayo- dijo Sixto, mientras hacía una reverencia al hombre que capitaneaba aquella comparsa-, qué alegría veros por aquí.

El caballero refrenó su montura y saludó al hombre.

- Don Sixto, la alegría es mutua, aunque turbios son los motivos que me traen aquí. Debéis saber que no son éstos buenos días para la orden del santo patrón.

- Me temo que sé de qué habláis. Ahora mismo mi hijo, aquí presente, y yo acabamos de hablar con don Álvaro.

Don Pelayo reparó por primera vez en Lope. Lo examinó con rapidez y volvió su vista hacia Sixto.

- Entonces me permitiréis que os deje y me apresure a hablar con él.

El boticario reverenció, de nuevo, al caballero a modo de despedido. A un mandato de éste, la comitiva volvió a emprender la marcha hacia las puertas de la fortaleza. Lope y Sixto, por su parte, montaron sobre sus propios caballos y se dirigieron a las puertas de la población.

- Como te iba diciendo- insistió Sixto-, aún es pronto para actuar. Ya ha dicho don Álvaro que el rey aún no se ha pronunciado al respecto, no creo que deje morir tan fácilmente a la Orden.

Pero a Lope no le interesaban ya los problemas de la Orden. No podía apartar de su cabeza el exótico lunar de la joven acompañante de don Pelayo.

- ¿Quién era ella?- espetó de improviso a su padre.

- ¿Ella? ¿Quién?- Sixto miró hacia atrás por si aún conseguía ver al caballero y sus seguidores, aunque ya era demasiado tarde, les había perdido de vista.

- La niña.- Lope no pudo evitar sonrojarse.

- Ah… es Beatriz, la hija de don Pelayo. La tenía siempre recluida en su palacete, pero parece que ahora ya es mujer y quiere exhibirla para encontrarle un buen marido.

Lope imaginó que era él el elegido para ser el marido de aquella púberta belleza. Soñó despierto que volvían los días de hidalgo en su caserío, con su mujer hilando cualquier tontería que la tuviese entretenida. Bien sabía Lope que aquello era solo fachada, que después, con las doncellas, hablaba, y con los mozos fornicaba, pero no podía reprocharlo, pues él hacía exactamente lo mismo. O, por lo menos, lo hizo cuando estuvo casado.

El joven cortesano se casó seis años atrás con la hija de un boticario amigo de su padre, Susana de Burgos, cuando ésta contaba solamente con doce, igual que Beatriz. La Iglesia le prohibió tocarla durante un par de años, pero a él no le supuso ningún problema, pues tenía a mano múltiples meretrices gracias a su belleza juvenil y al dinero que tenía, tanto por su familia, como por su esposa. Susana le odiaba, casi tanto como Lope la odiaba a ella. Siempre la había considerado como una cría respondona y gorda, hecho que había intentado solucionar en diversas ocasiones a base de guantazos y prohibiéndole la comida, respectivamente. Sin embargo, lo único bueno que le trajo el enlace con la muchacha de Burgos fue la dote, un total de tres mil maravedís que le permitieron (y seguían permitiendo) que viviese a cuerpo de rey.

El día siguiente del encuentro con el barón no pudo evitar recordar a Susana, Dios le prohíba salir del infierno, pensó. Su esposa murió dos años atrás durante la fatídica noche en que dio a luz. Lope nunca supo si el Altísimo escuchó sus plegarias, o si, tal vez, impusiese un pecado a la de Burgos por su creciente impudicia con los sirvientes, pero había quedado encinta de trillizos. El todavía no formado cuerpo de la joven, aún con dieciséis años, fue incapaz de soportar a los tres niños, y nunca pudo levantarse de la cama en que los parió.

Diego, César y Carlos. Los tres asesinos de su joven madre, las tres vergüenzas de Lope. Tal idea fue la que quiso mostrar a la Corte y a los frailes de Silos cuando éste los donó al monasterio. Tres niños nacidos idénticos, y los tres con sangre en las manos nada más llegar al mundo, debían ser educados y controlados por los monjes para que, así, expiaran sus pecados.

Aunque primero pensó en aprovechar el alba para salir de Santa María, decidió esperar a bien entrada la mañana. Sabía que, tras Tercias, los monjes contaban con un buen rato de trabajo y estudio, momento que aprovecharía para tratar con el abad.

Debía admitir que, aunque ya había viajado muchas veces a Santo Domingo de Silos, la visión del monasterio siempre le había cautivado. Aquella construcción, cuyas últimas reformas aún no tenían un siglo, simbolizaba el máximo esplendor de la época que le había tocado vivir. Miles de peregrinos pasaban por el monasterio para tocar el sepulcro del santo y contemplar las maravillas de su claustro o la pieza de orfebrería de la propia tumba que muestra a Cristo y sus apóstoles.

Como supuso, llegó en el mejor tiempo para buscar al abad. Un monje lo recibió a las puertas del monasterio y le invitó a pasar con un gesto de su mano.

- Don Lope, qué sorpresa. ¿Deseáis ver a vuestros hijos?

- No; busco al abad Miguel, ¿está disponible?

- Para vos, siempre. Acompañadme.

El monje le guió hasta el refectorio, vacío en ese momento, y le dejó solo con la promesa de ir a buscar al abad. Pese a haberlo visto en las grandes misas que había celebrado en las ocasiones especiales, no conoció personalmente al abad hasta que llevó a sus hijos al convento. Lo poco que sabía de él era que su nombre no era realmente Miguel, sino que se llamaba Pedro, o eso le había dicho su padre. Desconocía sus apellidos. Por lo visto, una noche mientras dormía y el monasterio estaba en total calma, el arcángel Miguel se le apareció y algo le tuvo que decir para que cambiase su nombre por el del emisario celestial.

Al fin le vio llegar. Era un hombre con más de treinta años, aunque menos de cuarenta, supuso Lope. Al contrario que mucha gente en aquellos tiempos, su vida prácticamente acomodada le había permitido mantenerse joven a esa edad, en la que ya muchos empezaban a caer víctimas del tiempo o alguna enfermedad de cura desconocida. Por su parte, conservaba el pelo, aunque cano en su mayoría, y alguna arruga alrededor de los ojos, marca, quizás, de preocupación.

- Mi buen Lope de Lerma- saludó extendiendo la mano, que el joven tomó para besar su anillo-, ¿qué te trae a Santo Domingo de Silos? Me ha dicho el hermano Tomé que no es nada relacionado con tus hijos.

- Así es, padre, hoy vengo aquí por mi salvación y por el bien de este bendito monasterio.

El abad le miró silencioso, instándole a continuar.

- Como ya os dije hace tiempo, me alisté en las tropas del rey y viajé al sur para luchar contra los moros.

- Maravillosa y noble tarea, hijo mío.

- Allí, padre, pese a que me perdonasteis los pecados que iba a cometer, tal fue el nivel de herejía que temo haberme empapado de ella. He venido, pues, a traeros un regalo que, espero, sirva para redimir mis faltas y seguir el camino de Nuestro Señor.

Lope le mostró el paquete que traía consigo, lo abrió y le dio el libro de Harum, el guía de Granada. El abad lo abrió con cierta curiosidad, que se fue tornando en desconcierto y excitación progresivamente.

- ¡Santa María, bendice a tu hijo!- exclamó el abad- Hijo mío, esto que me traes es una maravilla. ¿De dónde lo has conseguido?

- Era de un granadino converso, falleció accidentalmente en la contienda de Moclín. Él quería que yo lo tuviese si algo le pasaba.

- ¡Qué detallismo en las imágenes! ¡Qué exquisitez en los colores!

Lope tuvo la impresión de que Miguel no le escuchaba, así que calló y esperó en qué desviaba su júbilo.

- Ven, hijo mío- le instó el abad-, acompáñame.

Salieron al claustro, dejando atrás el refectorio, y se dirigieron hacia el scriptorium, magna sala en la que se traducían, copiaban y adaptaban grandes libros de la cristiandad y, tras la creación de la Escuela de traductores de Toledo por parte del rey, se habían introducido libros no solo latinos y griegos, también árabes, muy avanzados en el campo de la medicina, las matemáticas y la filosofía.

Allí dentro, una decena de monjes raspaban la superficie sobre la que iban a escribir con una pequeña herramienta similar a un cuchillo, acompañado por el suave rasgueo de la pluma y el cálamo y el pasar de las hojas. El abad hizo un gesto a Lope para que le esperara en la puerta, mientras tanto, él se dirigió a la parte delantera, hacia dos monjes, uno ya entrado en años y el otro más joven, como Lope aproximadamente, con los que regresó acompañados.

- Vamos los cuatro al claustro.

Le siguieron en silencio, para no molestar a quienes trabajaban en aquellos tomos enormes, y se sentaron en el pequeño muro que delimitaba la zona de paseo del centro del mismo claustro.

- Don Lope, estos son el hermano Mateo- dijo el abad señalando al más maduro- y el hermano Fernán. Los dos son buenos traductores de árabe y, si no le importa, me gustaría mostrarles su libro.

Lope sonrió con indiferencia.

- Por supuesto, ahora el libro es suyo, abad.

Éste mostró a sus dos compañeros de Orden el libro de Harum y, como él, se mostraron sorprendidos y extasiados.

- ¿Sabríais decirme de qué habla el libro?- preguntó el obispo.

El monje llamado Mateo se adelantó.

- Parece ser una exemplarium centrado en los pecados capitales. Mire, por ejemplo, aquí aparece la palabra “soberbia”.

Lope miró por encima del dedo del monje, donde solo distinguió la extraña grafía árabe, que más le recordaba a cagarrutas de mosca que a letras.

El otro monje, el joven, abrió los ojos sorprendido.

- ¡Es sobre lo que estoy escribiendo yo! ¿No os acordáis, abad? Me encomendasteis que escribiese un libro sobre los pecados mortales.

El abad asintió con la cabeza.

- Tienes razón, Fernán. ¿Ya lo has empezado?

- ¡Por supuesto! De hecho, sobre la soberbia estoy escribiendo.

Miguel hizo un gesto de complacencia con el joven monje y dirigió su mirada a Lope.

- Tened por seguro, don Lope, que nos habéis hecho un regalo que perdona con creces todos los pecados que pudieseis cometer en Granada y, no solo eso, también os colma de bendiciones.

- Nada me alegra más que oír eso, mi señor abad. Me honra poder traeros este exótico libro para que vosotros hagáis con él lo que creáis conveniente.

- Ahora mismo, lo primero que haré será guardarlo mientras decido quién de los dos monjes aquí presentes se dedicará a traducirlo.

Los dos monjes, si bien Fernán exageró más, abrieron la boca desconcertados. ¡Trabajar con un libro así les proporcionaría gran renombre en la Orden y a ojos de Dios! Con tan solo ver sus imágenes y la encuadernación ambos tuvieron claro que no se trataba de un libro convencional, sino que fue escrito para alguien importante y con mucho poder.

- Entonces ahora, si me permitís, me marcho hacia Santa María del Madero. El barón me necesita cerca más que nunca.

- Por supuesto, os acompaño a la puerta.

El abad se puso el libro bajo el brazo y, dejando atrás a los perplejos y sorprendidos monjes, llevó al joven a las puertas del monasterio.

- ¿Puedo hacer algo por vos, don Lope, antes de partir? ¡Cualquier cosa vale por ese libro!

Lope tomó las riendas de su corcel y, mientras montaba, sonrió para sí. Al fin tenía lo que había ido buscando. Además de las cosas que le había contado su padre sobre la vida del abad, también le contó que era muy fácil dirigirle en los negocios, para lo que el pobre Miguel era un negado.

- De hecho… sí podéis. Puede que pronto venga el barón con alguno de sus compañeros de la Orden de Santiago, tal vez con don Pelayo. Si eso ocurriese, creo que estaría bien que le mostrarais al burgalés y a su compañía personal mi regalo.

- ¡Por supuesto! ¡Seguro que les gustará!

El joven se despidió del abad y dirigió su caballo hacia casa. Había conseguido asegurarse, durante mucho tiempo, el favor del monasterio en el futuro, y sabía que el abad ensalzaría su nombre a los miembros de la Orden en general y a don Pelayo en particular, especialmente para gozo y disfrute de su hija Beatriz.

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