martes, 11 de agosto de 2009

Cartas en un cajón, primera parte.

Había llegado el día que tanto habíamos temido. Tres hermanos éramos quienes teníamos el pleito (curioso, ¿verdad? Los hermanos dejan de pelearse cuando tienen algo de uso de razón, pero acaban riñendo de nuevo con la edad) sobre qué haríamos de la casa del abuelo una vez éste muriese y ya había sucedido. Medio año atrás mi abuelo murió. No sabría repetir las palabras de los médicos, no soy muy dado a los tecnicismos de su argot, pero, como dirían las vecinas del lugar, "murió de viejo".

Mi abuelo, descanse allá donde esté, vivía en una enorme casa en un pueblo apartado de toda civilización, en un lugar de estos destinados al abandono que sólo se llenan (y poco) de los snobs de ciudad que, en verano, "van al pueblo" a las fiestas patronales. Todos queríamos hacernos con esa casa. No eran tiempos de bonanza económica y un lugar como ése podría sacar de un atolladero a cualquiera, bien fuese viviendo allí o vendiéndola, sobretodo la segunda opción.

Casualidades de la vida: yo, el menor de los tres, fuí quien, tras mucho juzgado y mucho papeleo (a mi parecer innecesario), acabó heredando la casa. ¿Y ahora qué tocaba? Hacer una inspección íntegra de la casa para tirar lo inservible y vender lo aprovechable. Lo siento, no soy una persona que dote de valor sentimental a los objetos con los que apenas he interactuado. Fotos en blanco y negro de mis abuelos, su boda (aún recuerdo a mi abuela diciendo: "Menudo calor hacía, agosto que era. Notaba las gotas de sudor cayendo por mi espalda."), el nacimiento de mi padre, su estancia en Toulouse por necesidad de trabajo (a mi abuelo siempre le habían hecho gracia los "españolitos" que apoyaban la idea que los inmigrantes venían a quitarnos el trabajo... cuando no hacía muchas décadas habían sido los españoles quienes emigraron a Francia), su uniforme de cartero...

Sí, mi abuelo fue cartero. Al principio trabajó en Madrid repartiendo cartas en un barrio, pero cuando volvió a su pueblo natal tomó un camión con el que repartía la correspondencia en los alrededores de Cangas de Onís.

Mientras vaciaba cajones de los muchos trastos sin utilidad que guardaba mi abuelo, descubrí un fardo bastante abultado. Creyendo que sin duda serían cartas de amor de las que mandaba a mi abuela o postales de Francia para sus muchos hermanos y familiares opté por lanzarlo a la enorme bolsa de basura que tenía a mi lado, casi llena hasta los topes de trastos varios. Pero algo, llámese destino, curiosidad u ociosidad me hizo abrir el fardo para ver qué había allí escrito.

Como imaginaba, eran un buen número de cartas y, entremezclados, había ciertos recortes de un periódico de la zona, extinto hacía décadas, llamado "La Gaceta". "Algo referente a días importantes de sus vidas, mi padre también lo hace", pensé. Sin poner demasiado interés eché un vistazo al primer y escueto recorte, del veintisiete de marzo de 1956.

Accidente de automóvil en las afueras de Oviedo

El pasado veinticinco de marzo un camión de la oficina de correos chocó contra un carro repleto de barricas de vino. Por suerte ninguna persona salió herida y solo se pudieron lamentar daños materiales en el vino que, con gran honor, el conductor del camión propuso pagar.

Sin entender qué relevancia veía en ese recorte mi abuelo, me dispuse a leer las cartas que seguían.

Continuará

1 comentario:

  1. Cartas en el cajón y ninguna es de amor... eyyy, y como sigue, que decian las cartas, buf me he quedado con las ganas de massssss, jejeje.

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