jueves, 10 de diciembre de 2009

Carta de suicidio del señor S. Campbell - Primera parte

Debo, ante todo, presentarme. Me llamo S. Campbell, nací en Bournemouth, lugar del que ya apenas recuerdo ni el aroma de su brisa marina, ni las vistas a ese gran océano que se abre a la inmensidad… No, Campbell, debes ceñirte a los hechos que atañen a tu historia reciente… Como decía, nací en el mil ochocientos noventa y tres en el seno de una familia acomodada, ocupando el lugar del segundo de cuatro hermanos y dos hermanas.


Mi padre, R. Campbell, era dueño de una de las más prestigiosas colecciones de objetos antiguos que se recuerdan en la zona y se dedicaba a comerciar con ellos. A mi hermano mayor, J. Campbell, le instruyó en cuanto supo sobre el arte del buen vendedor, pero su sueño se truncó cuando mi pobre hermano murió víctima de unas fiebres provenientes del sur. ¡Cuál sería la decepción de mi padre, cargando con la pena de la muerte del vástago, al verse obligado en dejarme a mí su negocio! Nunca consideró la opción de instruirme en el oficio mientras mi hermano vivía, así que yo me dediqué a leer y estudiar por mi cuenta en numerosos volúmenes de arqueología, antropología e historia. Cuando la catástrofe familiar ocurrió, ya no estaba en edad de aprender tales artes de sus manos.

Y así fue como me pude ver, al poco tiempo, con mis padres muertos, mis hermanos desperdigados por el mundo y gastando la herencia que se les había dado y yo a cargo de un negocio que no sabía llevar. No puedo decir que tuviese pérdidas, pues con las rentas pude vivir bastante bien, pero tampoco ganaba mucho, y tenía que alimentar a mi familia.

Sí, estoy casado… y tengo dos hijos, de cinco y dos años. Ruego a quien lea estos escritos que no les cuenten nada sobre esto, que les digan que su padre murió en alguna heroica hazaña, no como un condenado a la locura y la demencia.

He tomado un brevísimo descanso para respirar… no puedo soportar pensar en los pequeños… prosigo.
Semanas atrás llegó a la dirección del negocio una curiosa misiva firmada por el profesor B. Balton. El profesor Balton era un viejo perro del desierto americano, amigo de mi padre y uno de sus mejores proveedores en cuanto al arte nativo de la parte norte del continente allende el mar. Por un momento pensé que le escribiría a mi padre, ignorante de su muerte, pero, para mi sorpresa, pude ver que no era así. La carta decía lo siguiente, según recuerdo:

“Querido, aunque aún desconocido, mr. S. Campbell.

Le escribo so la recomendación de vuestro, ya tristemente fallecido, padre. Según me dijo en numerosas ocasiones, sois un gran antropólogo y arqueólogo, al menos en cuanto a la teoría se refiere. Me place anunciaros que he descubierto el yacimiento de, presumiblemente, una antigua e ignota cultura precolombina, es más, ¡incluso me atrevería a decir que es del tiempo en que empezamos a utilizar las dos piernas para andar erguidos! Entre todos los restos hemos encontrado cierto fetiche de piedra que nadie en mi equipo ha sido capaz de identificar. Por ello, confiando en su habilidad, le ruego que se desplace hasta la ciudad de Newburyport, en Boston, donde le recogeré y le llevaré al poblado en que se encuentran las ruinas. Confíe en que tendrá todos los gastos pagados, más lo que pueda ganar con este trabajo.
Un cordial saludo, prof. B. Balton.”

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