domingo, 13 de diciembre de 2009

Carta de suicidio del señor S. Campbell - Segunda parte

No puedo negar que mi alegría fue tan grande que, sin pensar en el hecho de que tenía que cruzar el océano, ir a otro continente, meterme en un terreno que desconocía y trabajar con y para desconocidos, salí corriendo en busca de mi esposa para contarle la noticia.

Respondí al profesor Balton con una carta que anunciaba mi salida hacia América la siguiente semana así como una serie de libros y trabajos hechos para gozo y disfrute personal en los que daba muestra de mis conocimientos como antropólogo.

En el día estipulado me hallaba bajando del barco que me había separado de mi patria y familia en el puerto de Newburyport, cargado con una maleta repleta de ropa, enseres de trabajo y un par de cachivaches que encontré indispensables para el trabajo que iba a realizar. Allí me esperaba el profesor Balton. Como me había descrito mi padre en muchas ocasiones, era un hombre bajo, de escaso pelo marfileño, la piel tostada por las constantes horas de trabajo al sol y una energía poco habitual en un hombre que, si mis cálculos no fallaban, rondaría los setenta.

Sobra decir que me recibió con toda la pompa que podía, como si de un nuevo mesías me tratara, un mesías que sería capaz de resolver aquel enigma que había mantenido a su equipo de trabajo tan sorprendido. Me llevó a un hostal y me mostró la habitación que me había alquilado para mi estancia (la misma en la que estoy escribiendo esto… un lugar poco digno para ser la última cosa que verán mis ojos). Me recomendó descanso durante ese día y, al siguiente, pasó de buena mañana a buscarme.

Apenas pude disfrutar de la ciudad. El profesor Balton conducía su Twin Six del 16 apurando su velocidad al máximo mientras me contaba sobre qué iba su trabajo. Según contó, Newburyport quería construir ciertas granjas en las afueras de la ciudad y, durante el trabajo de excavación para construir la base de los edificios, encontraron los restos de una, aparentemente, antigua civilización indígena. Se trataba de un pequeño poblado construido con piedra, arcilla y un elemento más que no pudieron reconocer (aunque sospechaban que fuese alguna especie de material marino por su densidad).
Uno de los muchos edificios que habían encontrado era, según creían, un templo de adoración. La ignorancia sobre quienes eran sus pobladores y sus costumbres dejaban abiertas tanto la posibilidad de que adorasen a alguno (o a varios) de los dioses antiguos o bien a las almas y los manes de sus antepasados. Como dato curioso, me comentó que no había encontrado restos humanos en el lugar, a lo que añadí que quizá sus habitantes emigraran por alguna razón y abandonaran para siempre el poblado.

Con esto llegamos a la excavación, donde conocí a alguno de los trabajadores, como J. G. Harrison, T. Gilliam y los guardias de seguridad: P. Harvey y E. Morris. Pude comprobar que, pese a las explicaciones del profesor, yo no veía allí tanto como él creía ver. Piedras y tierra por doquier, no veía templo alguno, o al menos nada que lo certificase como templo y lo diferenciase de los muchos agujeros rodeados de roca que conformarían los hogares.
Expuse mis ideas al profesor y me llevó consigo a una pequeña tienda que usaba a modo de despacho. Dentro, en el cajón de una desordenada mesa y cerrado con llave, había una caja que el profesor abrió. Mientras tanto, la entrada de la tienda se abrió ligeramente y asomó la cabeza de T. Gilliam, anunciando y dijo: “Profesor, es él de nuevo”.

Ante esto, el profesor Balton me dio la caja ya abierta y mientras, enfurruñado, se disculpaba, se marchó.

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