martes, 15 de diciembre de 2009

Carta de suicidio del señor S. Campbell - Tercera parte

Supuse que el profesor iba a mantener algún tipo de conversación con quien fuese que le requería, así que me tomé la libertad de curiosear en el interior de aquel pequeño receptáculo.

Quité la tapa y descubrí* un alargado, aunque no mayor de diez centímetros, fetiche de arcilla que representaba a un ser que no mostraba ningún rasgo de pertenecer a sexo alguno (aunque mostraba, claramente, el triángulo invertido de la fecundidad). Su rostro sin facciones estaba solamente formado por dos ojos desorbitados y dos marcas alargadas allá donde debiera estar la nariz. Su cuello estaba rodeado por algún tipo de collar, marca de la tribu, quizá.

Debo admitir que me sentí realmente incómodo mientras tomaba aquel extraño fetiche y lo observaba con detenimiento; en ocasiones llegaba a sentir que era capaz de verme desde aquellos saltones agujeros que eran sus ojos y se reía de mí, pese a no tener más boca que una pequeñísima hendidura.

Aun ahora siento su presencia. Se mofa de mí y ahora sí que oigo el sonido de su risa, como si quisiera destrozar mi ya casi ausente cordura (bien pensado, lo está consiguiendo...).

Pude oír una acalorada discusión que se desarrollaba fuera y que me sacó del ensimismamiento, reconociendo la voz del profesor Campbell como una de ellas, así que decidí salir por ver qué era lo que estaba pasando. Sin saber por qué y, prácticamente, sin darme cuenta, guardé el fetiche en uno de mis bolsillos, dejando la caja en el lugar de donde la había sacado el profesor.
Cuando salí, pude ver al señor Campbell discutiendo acaloradamente con un hombre ataviado de tal guisa que apenas se le veía el rostro. Vestía una pesada gabardina marrón, con un sombrero a conjunto y una bufanda de color gris, que le dejaban a la vista únicamente los ojos.
Rodeándoles y sin saber qué hacer estaban algunos de los trabajadores de la excavación.
En el momento en que llegué, el extraño visitante se marchó, no sin antes posar su mirada en mí. Extrañado, me acerqué al aún nervioso profesor y le invité a entrar de nuevo en la tienda, cosa que me agradeció e instó a los demás a seguir con su trabajo.
Ya más tranquilizado, y con una buena taza de té entre pecho y espalda, el profesor me contó que aquel hombre era un vecino del lugar que, cuando escuchó los descubrimientos que se habían hecho, se mostró partícipe a colaborar pues, según decía, había estudiado su árbol genealógico y, al parecer, descendía directamente de una sociedad nativa de aquella zona. Su actitud, al principio, había sido la de un simple observador, pero desde que empezaron a desenterrar objetos personales o de trabajo de aquella gente, sus visitas fueron casi diarias y en ella exigía que se le otorgase todo aquello que rescatasen, al considerarse heredero.
Poco más me contó sobre aquel hombre, y pareció haber olvidado que iba a mostrarme el fetiche (o creyó habérmelo mostrado ya). Acto seguido empezamos a trabajar.
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* El fetiche, en principio, iba a ser algo diferente, pero al ser el de la fotografía lo que más se acercaba a la idea previamente hecha, lo he modificado para su mejor adecuación.

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