jueves, 20 de octubre de 2011

Soberbia III

-III-

Pasó una semana entera desde que aquel cortesano trajese el libro cuando Fernán no pudo evitar perder los nervios.

Meses atrás el abad le encomendó que buscase información en diversas fuentes sobre los pecados capitales que recogiera el Papa Gregorio I el Magno muchos siglos antes y que fueron previamente revelados por Juan Casiano, uno de los padres de la Iglesia. Él se había ocupado en recoger cuantos testimonios encontró y ya había empezado a escribir su propia versión, traduciendo y adaptando lo que escribieran otros previamente. Según el propio abad, ese libro sería una buena recopilación muy válida para los futuros novicios y monjes que quisiesen aprender los caminos de Cristo.

Fernán no paraba de pasear por el claustro un tanto alterado. Desde la noticia de que él o Mateo podrían trabajar con el extraño códice sureño, había dejado de escribir el suyo, pues no era capaz de centrarse en el que tenía entre las manos. Mateo, sin embargo, no paraba de trabajar. A él se le había encomendado un Libro de horas para el barón de Santa María del Madero, que contaba con gran cantidad de rezos y salmos, así como las ilustraciones del hermano Lucas, un muy buen miniador.

Sabía perfectamente que tenía muy pocas posibilidades de conseguir el trabajo: Mateo era un hombre con mucha experiencia, mientras que él solo tenía veinte años, hasta hacía muy poco era un novicio y sus hermanos de la Orden no le habían ungido los pies en señal de reconocimiento como monje benedictino.

Por suerte aquel día tenían tiempo libre otorgado semanalmente, que podían ocupar en cuanto quisiesen, siempre y cuando se ciñesen a su vida monástica. Él solía aprovechar aquellas tardes para visitar a su hermana.

Embutido en su hábito negro caminó por las callejuelas de Santo Domingo de Silos. La poca gente que se iba encontrando a esas horas le saludaba con una ligera y respetuosa inclinación de cabeza. Sin embargo, muchos sabían adónde se dirigía y no les gustaba.

La casa en la que vivía su hermana estaba apartada del núcleo del pueblo y no por casualidad. Una sempiterna columna de humo borboteaba del agujero que servía de chimenea de la pequeña choza de madera. Antaño vivieron allí los dos con sus padres, prácticamente hacinados y sin ninguna movilidad, pero unos años atrás su padre fue acusado, por una turba de vecinos descontentos, de brujería. Inmediatamente el hombre tuvo que huir, acompañado de su esposa, y dejando atrás a sus hijos.

La infamia de su padre le había traído siempre problemas a Fernán. De muy joven sintió la llamada de Dios, pero en el monasterio no le pusieron las cosas fáciles para acceder como novicio. Le hicieron pruebas de lectura, le plantearon acertijos e incluso le hicieron recitar de memoria pasajes de la biblia, y aún así, tras demostrar que era un niño capaz e inteligente, muchos monjes recelosos adujeron que alguna artimaña de su padre había detrás, aunque a regañadientes le aceptaron en la Orden.

Su hermana Isabel no tuvo tanta suerte. Más joven que él, nunca se juntó con otros niños, salvo una niña hija de un amigo de su padre. Siempre cerrada y misteriosa, había contribuido a perpetuar e incluso agrandar el mito sobre su padre y, desde que vivía sola, sobre sí misma. La gente la temía y la llamaba Isabel, la bruja, pero siempre en susurros, temiendo llamar sobre ellos su posible furia demoníaca.

Fernán no creía aquellos rumores. Su padre no era un brujo, y su hermana mucho menos. Simplemente él conocía remedios y curas con las plantas de la región y algunas canciones antiguas y las había enseñado a sus hijos. Nada más. Isabel era para el joven monje la única familia que parecía quedarle, consuelo y consejera.

Llamó a la puerta y la abrió ligeramente para acceder a la vivienda.

- Ave María purísima.

- Sin pescado en la cocina.- respondió una voz detrás de una columna de humo que olía a romero.

El monje se enfurruñó mientras entraba y buscaba una silla.

- Sabes que no me gusta que hagas esas bromas, Isabel.

- Y tú sabes que aquí no te hacen falta esos formalismos. Toma, prueba esto a ver si te gusta.

Su hermana se acercó a él con una larga cuchara de madera rebosante de algún potaje de los que solía cocinar. Isabel, de dieciséis años, era una chica aparentemente normal de su edad, con la madurez que otorga la vida solitaria. De su padre había heredado, entre otras muchas cosas, la predisposición al pelo cano, y algún hilo blanco se veía por entre la maraña frondosa de pelo negro. Cuando se les veía juntos costaba adivinar que eran hermanos, tanto por el porte, tímido el de uno y bravo el de la otra, como por la altura, pues la enorme estatura del monje superaba en medio metro al de la joven.

- Está en el punto justo, muy rico.

Isabel regresó al caldero, lo descolgó y apartó del fuego y se sentó con su hermano. Debía admitir que aquellas visitas le agradaban, eran un punto de inflexión en aquella vida tan solitaria que acostumbraba a llevar.

- ¿Cómo va todo por aquí?- preguntó el monje.

- Esto es un no parar, aún estoy limpiando la suciedad que dejó la fiesta que montamos al rey hace dos días. ¡Justamente coincidió con el paso de tu querido Papa por el pueblo! ¿No te lo dije?

Fernán acogió su respuesta con sorna. ¿Qué iba a pasar en la vida de Isabel que no fuese rutina o secreto? O una unión de las dos.

- ¿Y las gallinas? ¿Paren muchos huevos? Igual en esta época, con el calor, les cueste menos incubar, ¿no crees?

Isabel enarcó una ceja y miró a su hermano con ojo crítico.

- A ti te pasa algo.

El monje se mostró acalorado para guardar las apariencias.

- ¿Pasarme a mí? Nada, no me pasa nada.

- A mí no me engañas, seguro que en ese monasterio está ocurriendo algo. ¿Algún lío de faldas con algún monje?

- ¡Santa María madre de Dios!- Fernán se santiguó rápidamente- No oses decir esas cosas, por lo que más quieras.

- ¿Qué pasa? Siempre me han resultado extrañas las faldas de esas sotanas que lleváis, y entre tanto hombre con voto de castidad…

Fernán le puso una mano abierta frente la cara.

- No prosigas por ahí, por favor.

- Está bien, está bien- Isabel se levantó y dio un par de vueltas más al contenido del caldero-, pero a ti te pasa algo que no me quieres contar.

Claro que quería contárselo, pero no sabía cómo. O, mejor dicho, no sabía de qué modo contárselo para no parecer un niño avaricioso.

- Aunque no es nada importante- empezó con cierta vacilación-, algo sí que puede estar pasando en el monasterio.

Esperó algún comentario de su hermana, pero ésta no habló, incitándole así a seguir con su relato.

- ¿Conoces a Lope de Lerma?

Isabel hizo memoria mientras probaba ella misma aquello que había cocinado.

- Alguna vez lo he visto, pero nunca he llegado a conocerle. Anda por ahí como su fuese un gran conquistador. ¿No dicen que tiene a sus hijos en tu monasterio?

- Sí, allí están. Hace una semana vino y entregó al monasterio un libro que había rescatado en Granada.

Los ojos de Isabel pasaron del entendimiento fraternal al más vivo interés. Su padre, por suerte para ambos, les había enseñado a leer, y los dos eran conscientes del poder que esconden las páginas de los libros. Cómo la diferencia entre un hombre letrado y uno analfabeto puede suponer el conocimiento de múltiples áreas de la vida, y aquello era lo que realmente le interesaba a Isabel: saber.

- ¿Qué clase de libro?- la muchacha volvió a sentarse ante su hermano.

- Es una maravilla, Isabel, deberías verlo. Es bastante grande, aunque no tanto como los que usamos para las partituras de los salmos y cantos. Apenas he podido verlo, pero trata sobre los pecados capitales, ¡el mismo tema sobre el que estoy escribiendo yo, Isabel! Sus dibujos son poco más que divinos, obra de algún iluminado que abrazara la fe en Jesucristo en el sur.

- ¿Y qué ocurre con ese libro que te preocupa tanto?

- El padre Miguel quiere que se traduzca y mejoren sus dibujos aún más si cabe. Sin embargo, está decidiendo quién lo hará, si el hermano Mateo o yo.

- Y quieres ser tú quien lo haga.

- Así es.

Lo entendía perfectamente. Ella era capaz de cualquier cosa por alcanzar sus ambiciones.

- ¿Qué tendría que ocurrir para que fueses tú quien consiguiese ocuparse del libro?

- Tendría que demostrar rapidez y eficacia en mis otros escritos, un buen conocimiento del árabe, una buena caligrafía…

- Todo eso lo tienes, ¿no?

- Sí, pero él es más veterano. Me saca muchos años de ventaja, ha escrito multitud de tomos, ahora mismo está terminando un libro para el barón de Santa María del Madero. De hecho, se lo entregará dentro de unos días, vendrán al monasterio él y unos cuantos camaradas de su Orden.

En los ojos de Isabel brotó una repentina chispa. Fernán la conocía bien y sabía que se le había ocurrido algo. El problema era que, si bien los planes de su hermana solían ser efectivos, no siempre eran del todo morales.

- Podrías boicotear el libro de ese tal Mateo.

Fernán se apresuró a negar con enérgicos movimientos de manos y cabeza.

- Jamás osaría en hacer tal cosa.

- ¿Por qué no? No te estoy pidiendo que hagas nada malo, piénsalo bien. Mateo dices que es rápido, muy bueno en terminar libros en poco tiempo. ¿Verdad?

El monje le respondió con un ligero asentimiento.

- ¿Sería raro pensar que, con tanta prisa, Mateo se haya equivocado en algún escrito? Quizá donde quiso decir pena ha escrito pene, son errores humanos. Supongo que entiendes a qué me refiero.

Fernán la entendía, pero no quería seguir escuchando. Le horrorizaba la idea, pero lo que más le revolvía el estómago era que su hermana tenía razón. Tal vez aquella fuera la única forma de conseguir ganar prestigio a costa del hermano de la Orden.

Mientras tanto, Isabel se levantó, buscó entre diversos potingues de un pequeño armario colgado de la pared y se lo lanzó al monje.

- Toma, te hará falta.

El joven investigó el contenido del frasco y vio un líquido de color verde terroso, con ligeros posos de algo que no reconoció flotando.

- ¿No será veneno, verdad?- preguntó con cierto temor a saber la respuesta.

Isabel, muy a su sorpresa, rió.

- ¿Veneno? No seas tonto. Es valeriana para que te ayude a dormir. Tienes cara de no haber pegado ojo desde hace muchas noches.

El monje guardó el frasco, aliviado, en el interior de su hábito, mientras acercaba la silla al caldero aún humeante.

- ¿Te importaría darme un poco? Las cenas del monasterio no son muy copiosas, precisamente.

El suero de Isabel le había servido de bálsamo perfecto. Las dos noches que le precedían desde que visitara a su hermana habían sido convulsas, plagadas de sueños en los que se veía a sí mismo humillado bajo la sombra del hermano Mateo. Él mostraba su Libro de horas al barón, éste lo contemplaba con entusiasmo mientras el abad Miguel repetía constantemente: “Sabía que no podía confiar en Fernán”. Y él pedía clemencia, exigía que se repasasen sus escritos, demandaba un poco de atención. La segunda noche es sorprendió a sí mismo despertándose a gritos: ¡No soy tan bueno como ella! ¡No soy lo que querías que fuera, soy lo que yo quise ser!

El grito retumbó en su celda y le devolvió a la realidad. Las noches de verano burgalesas solían ser frescas y, aun así, Fernán sudaba a chorros. ¿Ella? ¿Qué demonios había estado pensando?

Saltó del jergón y empezó a caminar en el pequeño espacio que consideraba suyo, a pesar de su voto de pobreza (“digan lo que digan, esta es mi celda”, se repetía en ocasiones). Pensaba en Mateo y en sus sueños y como San Agustín en el pasado, él tuvo un debate con su propia conciencia, preguntándose en voz alta y respondiéndose mentalmente.

- ¿Qué debería hacer?

Quieres escribir ese libro, Fernán.

- Pero, ¿quién me dice que no voy a hacerlo? El abad confía en mí.

¿Eso crees? ¿Acaso no es Mateo el más experimentado de los copistas? Y un buen traductor de la lengua árabe.

- Más motivos a mi favor. Pese a mi juventud y su experiencia, el abad se plantea mi nombre para la tarea.

De acuerdo, pero mañana vendrá el barón, ¿qué ocurrirá?

- El barón se confesará con el abad y Mateo le dará su Libro de horas.

¿Y?

- El barón agradecerá a Mateo el trabajo, ensalzará la grandeza del monasterio y la buena política del abad.

¿Y tú qué estarás haciendo mientras tanto?

Fernán fue incapaz de responderse a sí mismo, pues sintió una enorme y repentina desolación.

Exacto, siguió divagando su mente, no estarás haciendo nada. Mateo hará que el barón tenga en cuenta la habilidad de nuestro scriptorium, y el abad dará el libro a Mateo para que lo copie él, que tan buenas opiniones ha llevado al templo.

- ¿Y qué hago? No puedo escribir nada bueno de aquí para mañana. ¡Por los pozos del infierno! No debí abandonar el tratado que me pidió Miguel.

Aún puedes hacer una cosa. Piensa en el consejo que te dio Isabel.

- ¿Boicotear el Libro de horas? No me veo capaz de ello.

¿Por qué? Recuerda de quién eres hijo, la predilección por esas acciones corre por tus venas.

- Pero si me pillan, las consecuencias pueden ser nefastas.

En cambio, si no lo hacen, podrá ser todo maravilloso.

- ¿Y qué hay de mi alma? Debo confesárselo al abad para permanecer sin mácula.

Si consigues que el abad te otorgue la tarea de traducir y reelaborar el libro, ya será suficiente penitencia, pues sin duda te ocupará toda la vida, o muchos años de ella, completarlo.

El monje empezó a sentirse envalentonado.

- ¿Y si fracaso?

Si fracasas, Fernán, no habrá ningún pecado que confesar, pues no se habrá llevado a cabo en sus últimas consecuencias.

Miró, de repente, la puerta de la celda, como si algo le empujase a abrirla y salir corriendo. Sin embargo, se contuvo y se acercó a ella con fingida tranquilidad. Abrió la puerta y asomó la cabeza con lentitud, confiando en que sus hermanos estuviesen extenuados del trabajo del día anterior.

Mientras se dirigía hacia el claustro miró la luna y, por su posición, intuyó que aún faltaban unas cuantas horas para maitines, tiempo más que suficiente para llevar a cabo su improvisado plan.

Como si de un gato se tratara, cruzó el claustro oculto en las sombras que le proporcionaban las columnas y su hábito benedictino, negro como la más oscura de las noches. El camino hasta el scriptorium se le hizo más largo que nunca, mientras se maldecía a sí mismo por acometer un acto tan atroz en la casa de Cristo.

Con un golpe seco y firme abrió la poca protección que contaba la puerta de la biblioteca. Al encontrarse dentro del monasterio, donde solo los monjes permanecían por la noche, el abad había establecido un tono de complicidad con sus hermanos y no veía necesario ningún excesivo nivel de seguridad, dado que por el día era un lugar transitado a todas horas y ningún secreto guardaban para los benedictinos, si acaso servía para detener algún animal nocturno que se colara en el edificio.

No le costó orientarse por la sala, pues él era uno de esos que apenas salía de la biblioteca y el scriptorium salvo para las comidas y los oficios, aunque su trabajo como copista y traductor le permitía saltarse algunos de éstos. Pasó de largo el sitio que solía ocupar él para trabajar, en dirección al de Mateo. La mesa, ligeramente inclinada, contaba en la parte inferior de un cajón donde los monjes guardaban sus enseres. Fernán echó mano del que tenía ante sí y encontró lo que buscaba: el estuche que utilizaba Mateo para escribir.

El nerviosismo que se había adueñado de él instantes antes se había disipado con la proximidad de su acto de boicot. Ya no le parecía una aberración, sino un buen tirón de orejas a uno de sus hermanos, que se había vuelto un tanto engreído. ¡Alguien debía bajarle los humos!

Del estuche extrajo un cálamo y un pequeño bote de tinta. Por las horas de inutilidad, ésta se había solidificado, pero con la precisión de un experto, Fernán la sometió a unos cuantos meneos con la pluma y, poco a poco, fue tomando la consistencia adecuada para escribir. De la misma cajita extrajo un estilo de metal, instrumento semejante a un cuchillo, que se usaba para rascar el pergamino con doble función: alisarlo, para facilitar la escritura y, en ocasiones, llegar a borrar todo rastro de tinta.

Abrió el Libro de horas del barón, que reposaba sobre la mesa de trabajo, y eligió una página al azar. Con el estilo, y sin seguir orden alguno, se puso a borrar palabras y a escribir otras carentes de sentido, soeces e insultantes con una caligrafía tan idéntica a la de Mateo que parecía haberla escrito él mismo. En un arrebato creativo, incluso llegó a dibujar penes enormes y desproporcionados a los hombres que ilustraban el libro desde las miniaturas, y a las mujeres las llenó de pezones rezumantes de leche por todo el cuerpo. Incluso dibujó con un curioso acierto a un perro fornicando con una prostituta. El barón debía sentirse horrorizado del libro a primera vista, no cuando se encontrase en su casa y se detuviese a leerlo con tranquilidad.

Cuando se vio a sí mismo satisfecho y saciado, extrajo del pequeño maletín un trapo oscurecido por las múltiples horas de trabajo, que servía para limpiar el estilo y el cálamo, lo guardó todo en su sitio y salió del scriptorium con el mismo sigilo que empleó para entrar.

De un rápido vistazo miró la luna y comprobó que había avanzado en el cielo más de lo que se había imaginado y que disponía de poco tiempo para llegar a su celda, pedir perdón a Dios por el acto que acababa de cometer y por el que debía emprender el día siguiente, y echarse en el jergón y simular un sueño profundo hasta llegado el momento de la oración matutina.

Cuando la mañana siguiente cantaba los rezos con sus hermanos, Fernán no pudo evitar sentir cierto sentimiento de culpa. Aprovechó los cánticos para, interiormente, seguir pidiendo el perdón de Dios. Se acercaba para escuchar los cuchicheos de sus compañeros, por si alguno hablaba de la biblioteca o de Mateo, pero para su alivio, nadie parecía haberse dado cuenta de la fechoría nocturna.

Sin embargo, su pasajero estado de calma se truncó cuando una gran comparsa de caballeros entró en el monasterio. Encabezados por el barón, cuatro caballeros con los emblemas de Santiago y acompañados de sus respectivas comitivas tomaron ruidosamente el patio, a total discordancia del silencio que solía reinar allí. Fernán sólo reconoció a don Álvaro, barón de Santa María del Madero, y a don Pelayo, que solían visitar con cierta asiduidad el monasterio.

Parte de la comitiva era un grupúsculo de mujeres jóvenes que seguían muy de cerca de don Pelayo. ¿Su hija, quizás?, se preguntó Fernán. No le importaba la cercanía de mujeres, al fin y al cabo su confidente, después de Dios y su confesor, era su hermana. Sin embargo, había otros monjes que no toleraban en exceso la presencia de mujeres allí, los unos por la desconocida tentación hacia su sexualidad, los otros por considerarlas el mal bíblico.

También vio a un hombre que, a primera vista, pensó que se trataba de Lope de Lerma. El parecido era asombroso, salvo porque este hombre era mucho mayor, tal vez era su padre, tenía entendido que formaba parte del séquito del barón.

El abad Miguel les recibió con toda la pompa que precisaban y mandó a las monturas a la caballeriza. Los caballeros irían a rezar y ofrecer al santo una ofrenda para dar gracias por algo que había ocurrido, Fernán lo desconocía. De hecho, poco interés le despertaba aquella visita, de modo que decidió marcharse.

- Fernán, ven aquí.

El abad vio cómo intentaba zafarse de la multitud y lo llamó cuando estaba prácticamente apunto de desaparecer. El corazón del monje dio un vuelvo. Sabía que era imposible, pero hasta que todo el asunto del boicot hubiese pasado, sentía que cada vez que alguien le llamaba era para inculparle. Medio cabizbajo se acercó a su superior.

- ¿Padre?

- Acompáñanos, Fernán. Necesito un escriba. Después de que den constancia ante Dios de la ofrenda, hay que dar constancia ante los hombres.

- Por supuesto.

El monje siguió al abad, que le llevó al scriptorium para que cogiese sus materiales de escritura. El joven seguía pensando que una peligrosa mano del pecado se cernía sobre él, y no pudo evitar ponerse nervioso mientras buscaba sus bártulos, llegando incluso a tirar al suelo alguno de ellos.

Mientras recogía, los caballeros entraron al scriptorium para sorpresa de los dos monjes.

- ¿Ya está hecha la ofrenda?- preguntó el abad.

- Solo había que dárselo al vicario y dar gracias a Dios, ¿cuánto más se puede tardar en hacer eso?- dijo uno de los caballeros desconocidos.

- Nos han dicho que estaría aquí, padre- intercedió don Álvaro-, podemos formalizar aquí la entrega, si le parece.

Miguel se encogió de hombros.

- No hay problema, adelante.

Fernán se sentó en su mesa, tomó un trozo de pergamino y dispuso todos sus aparejos para escribir lo que le dictaban.

- Apunta- exigió el abad-, el decimoquinto día de julio del año del señor 1280, siendo abad de Santo Domingo de Silos don Miguel, la Orden de Santiago entrega cuatro reses, doce corderos y bisutería granadina en honor del santo y a la gloria de Dios, por interceder en el funesto futuro de la Orden.

El monje hizo el punto y final. Aquel trozo de pergamino se entregaría al vicario, quien tomaría especial cuidado de cuidar tanto de él como de lo que decía.

- Permitidme la pregunta indiscreta, pero ¿qué es lo que ha pasado?- dijo el abad.

Don Pelayo se adelantó a la distante mente del barón y respondió por él.

- Tras la batalla de Moclín, la Orden estuvo a punto de desaparecer. El rey tomó cartas en el asunto y, para evitar la disolución, ha integrado en nuestras filas a la Orden de Santa María de España, que él mismo fundó, y ha nombrado a su maestre, don Pedro Núñez, maestre de la Orden de Santiago.

El abad asintió emocionado.

- Es un rey sabio, ya lo dicen en París, y magnánimo. Ha antepuesto a la Orden del patrón antes que a sus propios deseos.

- Así es. La Orden de Santiago sigue viva, nadie podrá borrarnos de los libros.

Como si de un resorte se tratara, aquellas palabras activaron el cansado cerebro del barón.

- ¡Libros! Un monje de aquí me envió una carta diciendo que tenía un libro terminado para mí.

El estómago de Fernán dio un vuelco y la bilis le subió a la garganta. Miguel, por su parte, no pareció notar el gesto de disgusto del joven monje.

- Por supuesto, ahora mismo le llamo. Aún no he visto el libro, pero es un muy buen copista y traductor, verá cumplidos todos sus deseos, barón.

Miguel se asomó a la puerta del scriptorium y, poco tiempo después, Mateo entró a la sala, como si hubiese estado fuera esperando que le avisaran. La satisfacción poblaba su rostro. A Fernán le pareció como si supiese algo que los demás no sabían, sobretodo cuando posó sobre él su mirada. Entonces cayó en la cuenta. ¡El abad le había dado el libro granadino para traducirlo! ¡Mateo le había ganado!

Fernán empezó a temblar ligeramente de rabia, pero puso todo su empeño en que no se notara. Si hacía un rato tenía miedo por qué podría pasar con su boicot, ahora sentía una extraña sensación de malicia y ganas de reírse de su hermano.

- Mi buen barón- dijo Mateo tomándole las manos al envejecido caballero-, me honra poder darle el fruto de muchas horas de trabajo y contemplación- soltándolo, se dirigió hacia su mesa y buscó el libro donde lo guardara. Fernán creía haberlo puesto en su sitio, pero empezaron a saltarle dudas. Para su alivio, el libro estaba donde tocaba-. Este que tenéis aquí es el libro de horas hecho especialmente para vuestras oraciones y rezos. Tomad, abridlo.

Don Pelayo tomó el libro y ayudó al barón a ojearlo. Empezó a pasar hojas del pergamino casi sin mirar, pero algo de pasada le llamó la atención. Volvió atrás y se acercó para ver qué era. Entonces fue cuando se percató de los dibujos obscenos, las palabras retocadas, las blasfemias que ocupaban gran parte del escrito.

- ¡Personas fornicando! ¡Y con animales! Penes, vaginas… ¡aquí dice “Como dijo Jesucristo, a las putas lo que es de Dios y al César lo que es del César”! ¿Qué demonios es esto?

Fernán permaneció inmóvil, pero Miguel y Mateo saltaron para ver aquello. No daban crédito ni uno ni otro. El abad tenía a Mateo por un hombre serio, incapaz de hacer cosas así, pero parecía haberse equivocado. En cambio, Mateo sentía que iba a desmayarse, la sangre dejó de bombear por su cuerpo.

- ¡Por la santa corona de Cristo! ¿Qué has hecho, Mateo?- le recriminó el abad.

El monje negaba vehemente con la cabeza, aquello era imposible.

- Yo no… yo no…

- Mateo, exijo que me expliques qué es esto. ¿En qué estabas pensando para hacer esto? Es ofensivo y desagradable.

- ¡Yo no he sido!- exclamó Mateo.

- ¿Y quién va a ser, si no? Solo tú tienes acceso al libro, todos los demás copistas están ocupados.

Todos no, pensó Fernán, y Mateo lo sabía. Un destello de luz iluminó sus ojos, y entendió quién había sido y porqué. Haciendo acopio de la poca fuerza que le quedaba antes de desfallecer, levantó la mano para señalar a Fernán, que se había puesto completamente rojo de miedo. Por suerte para el joven, uno de los caballeros habló.

- ¡Ha sido Arnaldo!

Todos le miraron extrañados, sin saber de qué Arnaldo hablaba.

- En mi tierra, León, hubo un monje llamado Arnaldo, que llenaba los escritos de blasfemias. Fue ajusticiado por un rayo de Dios y su alma vaga atormentando a los copistas para escribir cosas como las suyas y llenar los libros de dibujos así.

- ¡Arnaldo el maldito! ¡Conozco la historia!- dijo Miguel- Murió mientras profanaba los textos de San Isidoro el día de su festividad.

El abad miró a Mateo con lástima. Nunca había creído en aquella historia, pero ahora quería creer. Era indómito que el bueno de Mateo hiciese cosas así.

- Mateo, ve al refectorio. Después hablaré contigo…

El monje, mareado y sin fuerza en las piernas miró al abad, a Fernán, y a Miguel nuevamente. Sabía que le había ganado jugando sucio, pero no podía demostrar que había sido él. Solo le quedaba resignarse y esperar el momento en que pudiese responderle. Sin decir nada, y con la cabeza gacha, Mateo abandonó el scriptorium, dejando tras de sí un incómodo silencio que Miguel se apresuró en romper.

- ¡Hablando de libros! ¿Les he mostrado el que nos trajo don Lope de Lerma? Uno de vuestros vasallos, si no me equivoco, barón.

Don Álvaro miró a Pelayo, sin saber de quién estaban hablando. Éste, sin embargo, asintió con la cabeza y el barón recordó de quién se trataba.

- ¡Por supuesto! El bueno de Lope, lleva muchísimo tiempo tras el tabardo de Santiago. Muéstrame ese libro.

El abad se apresuró en mostrárselo, tanto para exhibir la gran obra como para apartar de los caballeros el libro de horas corrupto. Sin duda tuvo efecto: los caballeros se quedaron anonadados por la perfección y riqueza de los dibujos, ya que no podían entender qué decían aquellos caracteres árabes.

- ¿De dónde consiguió Lope este libro?- preguntó Pelayo.

- Lo trajo de Granada, no dudó en entregárnoslo para honrar a Santo Domingo, es un buen hombre y, sin duda, si algún día porta vuestros colores, será un gran caballero.

Pelayo miró al abad con cierto reproche. Sabía qué estaba pasando. Lope le daba el libro al abad y éste, a cambio, hablaba bien sobre él a la Orden. Las cosas siempre habían sido así, por más que no le gustaran; él era un guerrero, hijo de guerrero, nieto de guerrero… y el joven Lope era un niñato acomodado, hijo de un boticario y nieto de a saber quién. No le gustaba la idea de que el joven formara parte de su orden.

Al barón, sin embargo, le encantó la idea.

- Creo que me citaré con Lope y su padre, seguro que tendrá muchísimas cosas que contarme.

Tras esto, devolvió el libro al abad y todos juntos, en grupo, salieron del scriptorium. Sin duda cualquiera que hubiera visto aquella sesión desde fuera diría que había sido cordial y zanjada perfectamente, pero don Pelayo y Fernán, cada uno con sus propios temores, sentían que aún quedaba mucho por hacer.

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